La liturgia y la tradición impone que los equipos invitados deben agitarse siempre, pase lo que pase. Haciendo caso al adagio, Pellaud, Marengo y Christian representaron al Androni, el Bardiani y al Eolo. Los huidos, dorsales humildes, orgullo de la clase obrera, cumplieron punto por punto con su cometido; asomarse al escaparate y mostrar la bisutería como si fuese alta joyería. En la trastienda el pelotón tiraba de los hilos. Marionetas. Marengo, el heladero del confinamiento, el hombre que ayudó a sus vecinos en lo más crudo de la pandemia repartiendo felicidad en bici, y Pellaud compartían su tercera escapada. Amigos de carretera, corren en sidecar. Ellos y Christian salpimentaron la jornada. Actuaron de liebres, de referencias del pelotón, deseoso de unas horas de asueto después de las miserias de San Giacomo, una montaña con filo y malas pulgas. El destino era conocido, un pleito al esprint. Allí se agigantó el menudo Caleb Ewan, varios cuerpos por delante del resto de velocistas.

El Giro gira entre tinieblas y días luminosos. La carrera buscaba un balneario después del vía crucis de San Giacomo, de la tempestad del sufrimiento, de los pasajes dolientes. Caleb Ewan los superó como pudo para desatarse dichoso en Termoli. Libre sin el peso que le esposa en las montañas, que le barniza de pena. El australiano concretó su segunda victoria a cámara rápida. Ewan, imparable, ninguneó el esfuerzo de Gaviria, que esprintó desde la lejanía de los desesperados. El colombiano no sabe cómo componer la sinfonía de la victoria. Le falta confianza. Se encuentra a un viaje lunar de lo que fue. Su esprint quedó varado en la orilla, demasiado lejos. La ola que rompió con fuerza fue la de Ewan. No hay rompeolas capaz de contener la sacudida del cohete de bolsillo. El australiano confeccionó su segunda victoria en el Giro. En la celebración solo le acompañó su sombra. Cimolai, segundo, y Merlier, tercero, fueron los notarios de su exuberancia. Hormiga atómica.

La Corsa rosa se arrimó a la costa del Adriático para sentir la brisa que eliminase el viento frío de las montañas, ese que congeló a Pello Bilbao, trémulas las piernas. Las de Pozzovivo, un clásico, no pudieron colgarse del remanso de paz. Se quedó sin vistas al mar. No pudo sentir la caricia de la costa, esos dedos que enredan el pelo con el aroma del salitre. Pellaud, el solidario Marengo y Christian eran los vigías, que en paralelo a la costa abrieron la excursión. No tenían horizonte, pero acumularon metraje a modo de los figurantes de los peplum, aquellas películas de romanos en las que se agolpaban los extras, irreconocibles entre la turba. El jornal de esos sueños de actores de atrezzo consistía en un bocadillo y la promesa de ver las caravanas de las estrellas. Las luminarias más fugaces del Giro buscaban el esprint, toda vez que las supernovas, Bernal, Evenepoel, Yates, Vlasov, Dan Martin o Carthy solo querían ensillarse en la mecedora. El líder, Attila Valter, deseaba disfrutar del sueño reparador de rosa. A media tarde se invocaba a la siesta, el contrapeso de la fatiga y las penurias.

Ewan, sin rivales

Las murallas de Termoli, punto de fuga de la etapa, sostenían el mar, al que se asoman los trabucco, una antigua máquina de pesca típica de esos lares. Construida de madera, consiste en una plataforma que se adentra en el mar, anclada a la roca, de la que parten dos o más brazos, llamados antenas, que sostienen una enorme red de malla estrecha, llamada trabocchetto. Con eso se pesca todavía. A un palmo de Termoli, los equipos de los velocistas desplegaron sus artes de pesca y capturaron a los peces chicos. El pelotón se movía con la coreografía de los bancos de peces, envueltos en su propia sincronía. La etapa adquirió el oleaje ante la proximidad de la desembocadura en la costa. El cableado de alta tensión recorrió el sistema nervioso del Giro, encrespado en los finales en los que se confunden los favoritos y los velocistas. Nadie cede.

Unos buscan la victoria del día, otros no perder el Giro, sobrevivir a cada final, siempre epidérmico. Frenético. Una estampida. Cabeza con cabeza. Hombro con hombro. Carretera y trueno. La carretera, recta, viró, retorcida en una curva a derechas, para dar con una empalizada corta, apenas 200 metros. Más espuma que champán. Ewan controló el esprint con sus galgos. Perfectamente agrupado en el carenado del trabajo de su lanzador, el australiano dejó que Gaviria se chamuscara. Quemado en su propio fuego, en su ansia. El colombiano no sabe cómo ganar. Se precipitó. Su esprint fue un brindis al sol. Un disparo de fogueo. No como el de Ewan, que le remontó con una facilidad pasmosa. Cimolai, segundo, solo pudo rastrearle con la vista. The pocket rocket es el cohete del Giro. Un chupinazo. Ewan, enjuto, poderoso y muy veloz repitió pose triunfadora sin que los favoritos se asustaran. En su festejo, Ewan se golpeó el corazón. Bombea a toda velocidad. El rayo que anuncia la tormenta de la felicidad. La ola de Ewan rompe en Termoli.