recia es un destino que apetece. Siempre. Por su gastronomía variada y fresca, por su clima suave, por su historia milenaria, por su porrón de islas, por haber sido la cuna de pensadores y grandes filósofos, por su envidiable estilo de vida, relajado y antiestrés; y porque rara vez se termina uno despegando del lugar en el que de niño ha sido feliz. Le ocurrió al escritor Gerald Durrell. Creció en la amable isla de Corfú antes de la II Guerra Mundial, cuando el turismo era una rareza y las miles de islas del Jónico y del Egeo -6000 sin habitar, 200 pobladas- estaban aún por explorar (y explotar). El amor que el autor británico experimentó en su niñez por la naturaleza y la vida salvaje le llevarían a escribir su obra más leída, ‘Mi familia y otros animales’, perteneciente a la ‘Trilogía de Corfú’, donde relata una infancia idílica entre bichos y viviendas mirando al mar.

Durrell dedicó toda su vida a la defensa del medio ambiente y la causa animalista, impactado por los encantos de esta isla de unos 100.000 habitantes -sin contar los turistas- que aún conserva el sabor añejo de las calles estrechas y empedradas, las paredes descascarilladas y las contraventanas venidas a menos por el impacto de los rayos del sol y los vientos del Mediterráneo. En la cocina corfiota destaca un viejo conocido: la pastitsada, su plato más popular, un furor que no cesa entre locales y foráneos. En su origen se llamaba Pastissáda de cavál, ya que se hacía con carne de caballo. Hoy en día -este detalle no le pasaría desapercibido a Durrell- se sirve con pollo y el ingrediente principal es un tipo de espagueti con un agujero atravesado llamado Bucatini. Se espolvorea con queso de oveja seco (Kefalotyri) o, en su defecto, el típico queso parmesano rallado. La clave del éxito reside en en su delicioso sofrito. Cada ama de casa le aporta su toque particular a la salsa de tomate, pero no pueden faltar el ajo, una variedad de pimientas y canela.

Además de Corfú, en nuestro podio de islas griegas vamos a obviar los destinos de moda (Mikonos y Santorini), las de gran tamaño (Creta), las históricas (Rodas), así como algunas que atesoran las bellas y típicas estampas de Las Cicladas: casitas de paredes blancas, tejados y cúpulas azules, playas paradisiacas y rocas salvajes. En este original triunvirato griego los polos de atracción son otros. La cercanía y la épica, por ejemplo. Hidra se encuentra a unas dos horas en Ferry desde Atenas; en Ítaca se encuentra la playa a la que arribó Ulises. La primera es ideal para pasar el día y descansar del tute arqueológico de la capital. La segunda es la isla de la Odisea. Casi nada. Vayamos de una isla a otra.

A mediados del siglo XX Hidra fue un auténtico imán para intelectuales y artistas. Se sintieron atraídos por las construcciones de piedra, la milagrosa conservación de sus usos y costumbres (sigue siendo la única isla griega sin tráfico motorizado) y su balsámico ambiente, sin coches ni ruidos, a la fuerza tranquilo. La lista de actores y músicos de relumbrón abarca desde Sofía Loren a Leonard Cohen. En sus 50 kilómetros de extensión el meollo se concentra en el puerto de Hidra, entre burros y taxis acuáticos. Su vida comercial (restaurantes, tiendas, mercados y galerías) es del agrado de visitantes e hidriotas, una población que no llega a los 3.000 habitantes y que tiene a los vecinos atenienses a sus mejores aliados. Merece la pena darse una vuelta por las inclinadas cuestas del municipio y dejarse empapar por un ambiente auténtico que no ha sido adulterado por alojamientos turísticos. Los vecinos charlan amistosamente de una ventana a otra, la vida transcurre a ritmo de una apacible música de fondo.

En esta isla montañosa de aguas impolutas su mayor hándicap es que no hay playas de arena. Esta pega, irónicamente, es una bendición. En tiempos de masificación turística, la zona está descongestionada de visitantes posando como zombis en la costa para subir una fotografía a Instagram. El Monasterio de Teotocos, actual catedral de Hidra, merece ser descubierto. También se recomienda subir al monasterio de Profitis, con unas vistas magníficas. Para comer, el estómago agradecerá pasarse por Douskos y disfrutar de la típica comida griega en un patio muy agradable. Otra opción ganadora para saciar el apetito (y los sentidos) es la taberna The Three Brothers, donde una reluciente buganvilla da la bienvenida a los clientes.

Todo es hermoso y romántico en la isla de Itaca, Ithaki en griego. El mito atraviesa este pedacito de tierra. Es inevitable. Según la leyenda homérica, Ulises regresó a la isla de la que era rey después de haber pasado 10 años en la guerra de Troya. Tardó otros 10 años más en completar su heroica vuelta donde le esperaba la paciente y fiel esposa Penélope. Una gesta de dos décadas, toda una vida volcada en el retorno a la patria. Así, uno entiende mucho mejor que el tiempo es lo de menos en este discreto lugar perdido en medio del Mediterráneo, una de las siete islas que forman parte de las Islas Jónicas. No hay prisa. Todo llega en su debido momento. Los viajeros pueden seguir los pasos del mismo Ulises en excursiones organizadas. En Vathy, la capital, se representan espectáculos de ‘La Odisea’ y ‘Homero’ a principios de septiembre. Otra opción plausible para meterse en la piel del mítico guerrero.

Esta isla de dos almas se abre al visitante: en su parte occidental destacan sus montañas y costas rocosas, mientras que el lado oriental se aglutinan la mayoría de las playas rodeada de vegetación. No muy lejos de Vathy se encuentran Tsiribis, Loutsa, Paliokaravo, Sarakiniko y Philiatro, el arenal más popular de la zona. Una curiosidad antes de abandonar el lugar en el que reinó hace 2.800 años Ulises. Un detalle que resume el ritmo de vida griego, pausado y apegado a las costumbres. En los bares de los pueblos es habitual encontrarse a los mayores jugando a un juego de mesa llamado ‘Tabli’ mientras beben ‘ouzo’, el anís griego por antonomasia. Es así como pasan el rato. Siempre ha sido así.

Hay vida, mucha de hecho, fuera de los circuitos más habituales de la capital griega. El tópico de que en Atenas solo se visitan ruinas arqueológicas se desmonta a los pies del mismo Acrópolis, en el barrio más antiguo de la ciudad, el barrio de los Dioses, más conocido como Plaka. Aunque el turismo se deja caer por sus laberínticas callejuelas, mantiene un innegable encanto gracias a sus típicas tabernas, las animadas plazas donde relajarse a sorbos con una cerveza o un café -la plaza de Lysakratous es una parada típica- y un aire entre bohemio y mágico que se realza con las iglesias bizantinas y los edificios otomanos que rodean los templos clásicos del Acrópolis. Pasado y presente se funden en apenas unos metros en una carrera que da unos pasos hacia adelante y otros hacia atrás; en Atenas siempre se tiene el retrovisor puesto en su dorada y eterna historia.

Caótica y ruidosa, Atenas gana con los días. Hay que darle tiempo. Acostumbrarse al bullicio y el desorden no es fácil. Tanto ajetreo puede llegar a ser un incordio para el visitante occidental más cuadriculado. Con un poco de tiempo uno se dará cuenta de que forma parte de la alegría de vivir de los griegos, una manera intensa y colorida de interpretar la cultura mediterránea. Sus calles vibran, la gente sonríe pese a los coletazos de la crisis y en los restaurantes comen ensaladas con pepino y queso feta, como su yogur, otro patrimonio gastronómico a proteger por los helenos. Su vivo mercado de abastos, las vistas que quitan el hipo del monte Licabeto, la más alta de las siete colinas de la ciudad, un puerto que pertenece a otro municipio (El Pireo) pero que en la práctica es un pedazo ateniense...

Los planes se acumulan, no hay tiempo que perder. En Exarchia, un barrio rebelde y combativo, se lucha contra la gentrificación. En los muros de sus calles hay mensajes anarquistas, grafitis izquierdistas y calles sucias que contrastan con la imagen de una Europa pudiente y rica. Recuerda al barrio de Lavapiés de Madrid. Ambos sufren los prejuicios que se tienen sobre el origen de sus vecinos y la supuesta inseguridad callejera. No es para tanto. Se hace muchísima vida en la calle, el comercio es abrumador y lo hay de todo tipo: desde tiendas de electrodomésticos a restaurantes clásicos y bares modernos. Es una Atenas vibrante y underground. Que la oscuridad de sus calles y su aspecto descuidado -muchas farolas no funcionan- no te confundan: es tan auténtico como el estadio Olímpico.

La escapada final pasa por conocer las cumbres de piedra de Meteora, unas cuevas naturales que fueron habitadas por una serie de monjes ermitaños en el siglo XI, suspendidas a unos 600 metros sobre el suelo, y que sobre un aire divino constituyen uno de los paisajes más insólitos de Grecia. Ubicados a más de 350 kilómetros al noroeste de Atenas, entre las localidades de Kalambaka y Kastraki, estos singulares monasterios están a punto de rozar el cielo. O al menos, eso parece: como si desafiaran las leyes de la gravedad y quisieran estar más cerca de Dios. Cuentan que estos monjes ascetas solo salían una vez a la semana de su particular vivienda. Se desplazaban a los pueblos de al lado y sus habitantes les daban comida. Construyeron los templos hasta en las laderas de las montañas, toda una hazaña arquitectónica. Llegaron a levantar un total de 24 monasterios. El sistema de acceso fue muy rudimentario hasta el siglo XX, cuando decidieron construir unas escaleras. Bendito progreso. Son las mismas que utilizan los turistas para llegar a las cumbres y acariciar las nubes.

“A mí me gustaría

ir a Versalles. Le he dicho a Cristina

si quiere venir en coche porque tiene miedo a volar”

“Tengo muchas ganas de viajar, pero tampoco me quiero ir muy lejos. Me gustaría conocer Atenas, Miconos

y Santorini”