as lágrimas de Stephen Curry mientras el reloj del sexto partido de las finales se acercaba a ese cero que coronaba a sus Golden State Warriors como nuevos campeones de la NBA son ya históricas lágrimas de reconquista. Porque nada hay más fácil que acostumbrarse a la gloria, nada más duro que caer desde lo más alto y nada más complicado que regresar a la cima. En 2018, los Warriors formaban una dinastía insultante, prácticamente intocable, cuando Kevin Durant se puso a los órdenes de Steve Kerr para conquistar el tercer título en cuatro años junto a los Curry, Klay Thompson, Draymond Green, Andre Iguodala y compañía. Aquel equipo parecía tan perfecto que apuntaba a eterno. Pero la NBA es una jungla que devora certezas a bocados, un ecosistema en el que nada se puede dar por hecho. Las lesiones hicieron saltar por los aires aquel engranaje que en las finales de 2019 claudicó ante los Toronto Raptors con Durant rompiéndose el Aquiles en el quinto partido y Thompson el ligamento cruzado en el sexto. Durantula se marchó a Brooklyn, Klay estuvo ausente de las canchas durante 941 días, el propio Curry solo pudo jugar cinco partidos durante el ejercicio 2019-20... El dominio de los Warriors parecía cosa del pasado, otro caso de grupo humano dominador devastado por las circunstancias. Trataban Curry, a sus 34 años, Kerr y compañía de recordar que todavía seguían ahí, que su gloria pretérita podía recuperarse si la salud acompañaba, pero muchos, casi todos, les dieron por acabados. Como esas viejas glorias que se resisten a resignarse y a admitir que su tiempo ya ha pasado...

De ahí las lágrimas de Curry tras fulminar a los Boston Celtics con otra magnífica actuación individual (34 puntos, 6 de 11 en triples) para dejar finiquitada la final en el sexto partido (90-103) y conquistar su cuarto anillo de campeón en los ocho últimos años. De ahí que cuando en rueda de prensa la primera pregunta fue sobre su elección como MVP de las finales, galardón que faltaba en su espectacular currículum, recondujo rápidamente el foco: "Olvida eso, somos campeones". Y acto seguido se explayó a gusto: "Poder estar en este escenario, jugando con grandísimos compañeros contra un enorme equipo como los Boston Celtics... Este título es diferente, seguro. Saber lo que han significado estos tres últimos años y por lo que hemos pasado. Las lesiones, un cambio de guardia en la plantilla, la llegada de Wiggs (Andrew Wiggins, brillante en las finales como segundo espada), nuestros jugadores jóvenes... Hemos llevado con nosotros la creencia de poder volver a este nivel y ganar, incluso si no tenía sentido para nadie más cuando lo decíamos. Todo eso importa y ahora tenemos cuatro campeonatos: Dray, Klay, Andre y yo. Todo esto es especial, muy especial". Ese innegable ánimo de revancha, de demostrar su error a todos los que les daban por acabados, ha sido uno de los motores que han impulsado a los Warriors hasta la reconquista de la gloria.

Su rendimiento en estas finales ha ido de menos a más al mismo tiempo que el de los Celtics ha menguado. Y una cosa ha ido íntimamente ligada a la otra. Mientras que en las filas de los de Kerr Curry ha ido obteniendo ayuda de la mano del excelente Wiggins, las rachas del descarado Jordan Poole, las apariciones puntuales de Thompson o la vuelta a su mejor versión defensiva y distribuidora de Green, Boston ha ido quedándose seco, exhausto, sin la chispa necesaria para jugar de tú a tú ante un rival más experto y con mayor fondo de armario. Jayson Tatum ha llegado muy exigido y su rendimiento en los cuartos finales ha sido horrible, Jaylen Brown se ha visto demasiado solo junto al renacido Al Horford, Marcus Smart y Derrick White se han ido difuminando y Robert Williams ha acabado muy mermado en lo referente a sus facultades físicas.

Para los de Ime Udoka, el sexto partido era cuestión de vida o muerte. Estaban ya contra las cuerdas y arrancaron con el cuchillo entre los dientes. El 14-2 de salida enardeció las gradas, pero se quedó en mero espejismo. No fue solo que los Warriors recuperaran con rapidez el terreno perdido, sino que entre el final del primer cuarto y el arranque del segundo enlazaron un parcial de 0-21 para colocar un 22-37 que ya no tuvo vuelta atrás. Green, negado en el triple durante todas las finales, metió dos desde la esquina, Poole y Curry le secundaron y a los Celtics se les gripó el motor. Mientras Golden State enchufaba desde la larga distancia con niveles de acierto notables, Boston enlazaba pérdida tras pérdida. La ventaja visitante llegó hasta el 54-33, antes de que un arreón de Jaylen Brown la dejara en 54-39 en el ecuador de la contienda.

A la vuelta de vestuarios, Golden State volvió a agrandar la brecha a triplazo limpio (72-50). Horford, desde la misma distancia, redujo la desventaja de los anfitriones, pero se encontró la respuesta de Curry y otro secundario de lujo: Otto Porter. Si algo no les faltó a los de Udoka fue fe. Empeñados en no desengancharse del partido, con más corazón que orden y acierto, siguieron pugnando y de la mano de Brown consiguieron ponerse a solo ocho puntos (78-86) a 5:35 del final. Pero su intento de remontada no fue más allá. Wiggins respondió inmediatamente con otro triple y entre Curry y Green se encargaron de fabricar un final amable y sin agobios. El MVP de las finales tuvo tiempo para saborearlo y derramar lágrimas en honor a la reconquista warrior. l

A diferencia de Boston, los de Kerr han ido de menos a más, mejorando cuando Wiggins, Green y Poole empezaron a respaldar al soberbio Curry

Boston arrancó 14-2, Golden State respondió con un 0-21 entre el final del primer acto y el arranque del segundo y el duelo ya no tuvo vuelta atrás