Algunos sabrán que haceun tiempo me tocó poner en muchas letras aquello que pasó hacecinco años en el Annapurna. Lo hice y ya está. En todo el tiempoque tardé, varios meses, porque buscaba la mínima excusa para nosentarme, porque aunque todo salía rápido al llevarlo impreso en elADN avanzar dos folios cada día me costaba, solo lloré una vez.
Yolloro fácil, a veces de alegría, a veces de tensión, a veces depena. Como todos, pero lloro fácil. Es una suerte. Pero sentarme yque la cabeza no me diera vueltas me costaba. Lo escribía a todapastilla, me olvidaba y hasta el día siguiente. Leí el resultadouna vez obligado por el editor y punto. Lloré cuando escribí lo quedijo Sergei Bogomolov que había dicho Alexei Bolotov al serinformado por el propio Bogomolov que Iñaki había muerto: no esposible. Hace unos meses ví Pura Vida.
Tampoco lloré masque una vez. No me pregunten por qué solo una vez, porque no lo sé.Lloré cuando la madre de Bolotov contaba que es muy bueno y que sepreocupa mucho por todos y que les llena el frigorífico antes decada expedición. Y al ver la cara de Alexei, la misma cara que viuna mañana lluviosa de un domingo de noviembre de 2008 cuando fuimosa buscarle por Pamplona el hermano siguiente a Iñaki, Pablo, y yo. Ylo encontramos y nos miraba compungido, con una mirada que tratamosde hacerle ver que no era justa consigo mismo, pero a él no se leiba: nos pedía perdón. Yo me hubiese arrodillado allí mismo a suspies.
Lo reconozco: Alexei Bolotov es mi favorito de todos. Se loconté a Horia un día y se reía: lo merece, lo merece. Erasun cielo, Alexei. Y ahora sí. Ahora ya puedo llorar todas las vecesque me dé la gana. Podemos. Ojalá que poco a poco tu mujer, tushijos, tus padres, tu familia, tus amigos, vayan encontrando máslleno ese eterno frigorífico del alma y el corazón, ahora tan frío,tan solitario, tan perdido, tan vacío. Buen viaje, Lesha.