En estos cuadernos aparecen retazos de mis apuntes de notas sobre esto o aquello, acerca de literatura y vida, reflexiones culturales diversas y lecturas varias... Desde siempre me agradaron los dietarios de personajes como A. Cunqueiro o J. Pla, al primero lo sigo recordando en una estatua que le dedicaron en Mondoñedo mirando a la catedral. Ahora, casi de un tirón, me acuerdo de dos libros que hubiera deseado firmar: “El club de los faltos de cariño” y “La felicidad en la tierra” de mi amigo Manu Leguineche, todo un maestro de reporteros y autor de maravillosos libros de viaje como “El camino más corto”, o su maravilloso y muy recomendable “Sobre el volcán”.

A veces he dudado del discutible concepto de lo que pudiera ser un libro de cabecera y envidiaba a ciertas personas que lo tenían o tienen claro. Hace poco leía que su colega y buen amigo Javier Reverte, sin duda el mejor escritor de libros sobre viajes del siglo pasado en español, daba las gracias al ilustre periodista vasco ya fallecido por haber escrito esa maravilla titulada “La felicidad en la tierra”. Un libro necesario para quienes necesiten “reconciliarse con la vida” y que también invito a tener como texto provechoso, porque enseña a amar lo sencillo, a disfrutar del silencio y la poesía del vuelo de un pájaro o del olor a lavanda de algunas mañanas cuando paseo a la sombra de san Gregorio, disfrutando como un niño del Ioar o Codés en lontananza o de Montejurra y Monjardín dejándose casi acariciar por mi mirada (y no quisiera ponerme sensiblero ni cursi con prosa de circunstancias).

“La felicidad en la tierra” es un diario de campo, de la tierra en la que Leguineche escribió desde 1986 hasta que le llamó la parca (para mí siempre en minúscula porque no le tengo ningún respeto, por imprevista, abusona e injusta), en una casa de piedra en medio del monte alcarreño (aquí en la Berrueza que se asoma a Valdega, estoy seguro, lo afirmo, hubiera sido dichoso).Una suerte de diario discontinuo (con las redes todavía hubiera sido menos constante, nos arrebatan demasiado tiempo), porque Manu reparte su ocio entre extraordinarios viajes por esos mundos de... que le permiten ser testigo/mirada directa/privilegiada de los formidables acontecimientos del mundo amplio y las descubiertas en torno (no saben lo que servidor disfruta en sus escapadas a Yerri o Viana, al cercano valle de Arana o a nuestra fértil ribera) a su paisito en La Alcarria, El Tejar de la Mata (o, más modestamente, mi Tusitala enea) es su reposo del gran reportero (en mi caso, un refugio de entusiasta juntaletras y discreto animador cultural).

En sus páginas (como en las antiguas boticas y pequeños ultramarinos) cabe de casi todo, las experiencias campesinas (en mi caso charlas con recios labradores los Gambra de Sorlada o Bujanda de Oco y Gastón de Los Arcos) y las partidas de mus en la taberna del pueblo cercano y una particular visión del planeta y la naturaleza a través de testimonios, descripciones de rincones encantados y gentes maravillosas, paisajes de cuento e historietas que merece la pena contar. “Huir a una aldea para transformarla en el centro del universo”, que diría Romains. Si bien es cierto que ese tal Jules de la cita, no había escuchado eso de: “Pueblo pequeño, infierno grande” o “Pueblo grande, cristo grande; pueblo chico, todo Cristos”.

Leguineche, que pudo recorrer los cinco continente (sobre Australia, por ejemplo, nos dejó “La tierra de Oz”) a lo largo de más de cuarenta años, pretendía volver a los orígenes, al bosque animado, en el que vivió, soñó y gozó sus últimos lustros. Por “La felicidad...” Desfilan, pues, hombres y mujeres, aves, nubes (a mi, las nieblas me impiden moverme y empujan a trabajar más), estaciones del año, animales domésticos o asilvestrados (no saben bien cuanto gocé con mi primer gardacho o aquel pequeño corzo que disfrute cerca de la peña del Gato, tan cerca del congosto muesino), recuerdos de sus corresponsalías de guerra en la vieja Europa o en la sufrida África, canciones populares (entre otros me abastecen Ripa de El Busto o el fallecido Mari de Mues), tertulias pueblerinas en el Abascal, tormentas, pequeños placeres cotidianos, viejos y desaparecidos oficios y sabías reflexiones sobre la vida toda.

El vértigo del mundo da paso en sus escritos a una introspección de su “paisito” (la republiquita del Ioar para Pablo Antoñana o mi Tierra Roya). Es el ayer y el hoy de una cultura de la que Leguineche (y este modesto autor) se siente parte y cercano, de la que participa con emoción y gusto. Elige un paisaje protegido por una vieja encina, y a partir de ahí no deja de ver y de vivir. (En mi caso de contar. No saben la ilusión que me hace asomarme de tarde en tarde a estas páginas, a sus ojos cómplices).

Un parrafito que podríamos compartir: “Cielo cubierto, tormenta seca, la lluvia se niega a caer. Me gusta el tiempo soleado pero hay que pensar también en el campo”. Almuerzo con mis amigos en San Vicente de Arana; fulanito y menganito, de Ancín o de Murieta, personaje el primero donde los haya, pequeño, astuto, con carácter. Uno sería la brusquedad de la ternura. El amarretako/la ley, cerca del estanco/ultramarinos de Vito, es excepcional, el vino (bueno) del que pasa hasta demasiado rápido, los callos/patitas/ajoarriero extraordinarios... Al fin la frase consabida “Si no fuera por estos ratos...” o “esto es lo que nos vamos a llevar puesto”. Solamente se vive una vez. Y hay que aprender a querer... y a vivir.