C on el doloroso lastre psicológico que, a millones de los vencidos, familiares y descendientes, la vergüenza y la miseria de la Guerra (in) Civil nos marcó y trastornó de por vida el corazón y nuestra andadura y lo que con posterioridad hemos sabido de su gestación y consecuencias, estamos ya en tiempos de recapitular “desde la última vuelta del camino” (Pío Baroja) y de volver a leer autores que conservamos dormidos en nuestras bibliotecas particulares. En este caso me encuentro con Don (con mayúscula) José de Arteche, de quien acabo de retomar varios de sus libros, limpiarlos cuidadosamente del polvo del sueño que se había aposentado sobre ellos y de volver a pasar sus hojas, creo que incluso con respeto y veneración me atrevería a decir, y de sentir y compartir el largo y penoso calvario del que fue testigo, o conoció y padeció en vida.
Don José de Arteche Aramburu nació en Azpeitia el 12 de marzo de 1906 (hace 110 años) y murió en San Sebastián el 23 de septiembre de 1971 (se cumplirán 45 años) y es más que posible que vuelva a quedar en el olvido, “en hibernación” como en el centenario de su nacimiento. (Ver José de Arteche, un escritor olvidado, artículo de Luis Daniel Izpizua en El País, 12 de marzo de 2006, disponible en internet). Fue archivero y bibliotecario de la Diputación de Guipúzcoa, y escribió decenas de colaboraciones periodísticas (lo que le acarreó no pocos disgustos) y de una veintena de libros, fundamentales varios como testimonio y documento valiosísimo (Un vasco en la postguerra. Diario 1939-1971, Camino y horizonte, su escalofriante El abrazo de los muertos, Mi viaje diario, Siluetas y recuerdos y Discusión en Bidartia, entre otros), en reiterada discusión y perseguido hasta el extremo por la censura siempre.
Por encima de cualquier otra consideración, Arteche fue un humanista cabal y auténtico, adornado de una creencias sociales y sobre todo cristianas cuya convicción y firmeza hace hasta envidiar al lector que nada entre sus dudas y contradicciones. Pero además, la lectura de su obra, página por página, deja traslucir un sentimiento de solidaridad, de comprensión y de perdón y confianza en la bondad divina ante la injusticia injusta, ante la maldad y la persecución y la sed de sangre de un poder podrido hasta las entrañas. “No pensaba más que en matar”, recoge sobre el golpista asesino Emilio Mola de boca de un José María Iribarren aturdido, sumido en la desesperación tras haber sido testigo directo del escarmiento salvaje.
Don José de Arteche vive, malvive, trastornado por un sufrimiento infinito, producto de sus vivencias y experiencias y de su insuperable sentido cristiano de la vida. Es, y lo sabe, antes y ahora, un hombre y un escritor molesto para los de “ha llegado la victoria” y también para el nacionalismo o abertzalismo vascos, un “tibio” que discrepa si lo juzga necesario y que “se mueve en la foto”. Un personaje admirable. - L.M.S.