ola personas, ¿qué tal va esta rica primavera?, ¿florece o no florece? Seguro que sí. Siempre lo hace. Pase lo que pase.

Esta va a ser la tercera entrega de un paseo que se ha alargado más que los demás por tener, ciertamente, cosa muy principal en su meollo: los palacios dieciochescos que decoran algunas de nuestras calles. Ellos son, sin duda alguna, junto a las murallas, la cámara de comptos, las iglesias góticas y la catedral, los puntos de máximo interés arquitectónico, histórico y artístico que tenemos.

El domingo pasado nos quedamos en la plaza del Ayuntamiento admirando y escudriñando su barroca fachada. El paseo va a continuar tomando la calle de San Saturnino para adentrarnos en la calle Mayor. Elementos hay en estas dos ruas dignos de atención, como la iglesia de San Cernin, el palacio del condestable o el de Redín-Cruzat, pero no nos detendremos en ninguno de ellos, mi paseo fue a paso ligero hasta el número 65 en el que se alza un impresionante palacio barroco, sin duda el que cuenta con la portada más rica de todos ellos, se trata del palacio de los marqueses de la Villa de San Miguel de Aguayo, más conocido por todos por el título de su posterior propietario el Conde de Ezpeleta.

Veamos un poco de la historia que precede a la erección de este bonito palacio. En el siglo XVII vivió un señor llamado Pedro de Echeverz, nacido en Asiain en 1620, que se empeñó en conseguir para él y para sus descendientes una cierta posición social. Así en 1664 alcanza el cargo de Alguacil mayor de Navarra, arrendado a Francisco Ayanz y Arbizu, conde de Guendulain, entonces propietario del mismo, cargo que empezó a darle cierto prestigio. Casó con Isabel de Subiza, del palacio del mismo nombre en la falda del Perdón, y fueron padres de 11 hijos. Su primogénito Agustín viajó a las indias y obtuvo varios cargos de cierta importancia dentro del ejército, si bien su mayor logro fue el braguetazo que se pegó al casarse con Francisca Valdés y Urdiñola, una criolla de inmensa fortuna. Volvió a la metrópoli con esposa, hazañas y dinero, por todo ello el rey Carlos II le dio el título de Marqués de la Villa de San Miguel de Aguayo y lo nombró caballero de la orden de Santiago. Misión cumplida, ya había llegado a la cúspide de la sociedad: la nobleza. Con tal condición ganada intervino en política y en 1689 fue nombrado alcalde de Pamplona y en 1691 diputado del Reino. Solo le faltaba una casa en la que instituir su mayorazgo y para ello eligió la calle Mayor de Pamplona. En esas estaba el Sr. Marqués cuando la parca llamó a su puerta y se lo llevó al viaje sin retorno. Fue su viuda la que creó el mayorazgo en 1704 y acabó de levantar el palacio en 1709, cediéndoselo todo a su hija Ignacia Javiera. Pero poco o nada tenían que hacer por estas tierras ya que todos los bienes los tenían al otro lado del charco y en 1711 partieron para no volver. Tras tres generaciones sin habitar el caserón, decidieron vendérselo a quien hacía años que lo tenía arrendado, D. José de Ezpeleta y Galdeano Conde de Ezpeleta de Beire y Vizconde de Tajonar, quién lo compró el 1 de julio de 1802 por 26.700 pesos. El edificio permaneció en manos de la familia durante varias generaciones, la última en disfrutarlo fue María Ezpeleta y Samaniego, casada con su primo Carlos Mencos y Ezpeleta, Marqués del Amparo. Ella fue quién vendió la casa a las teresianas en 1918 por 250.000 pesetas y esta institución la ocupó y empleó como colegio femenino hasta 1999, año en que lo compró el gobierno de Navarra instalando en él, desde 2005 hasta 2014, el conservatorio Pablo Sarasate. En la actualidad es la sede de educadores y escuela de idiomas a distancia.

Su portada obra de Domingo de Gaztelu está preñada de motivos militares, como corresponde a la condición de quien la levantó. En ella vemos cañones y cañoneros, balas, guerreros, lanzas, banderas, panoplias, también un par de sirenas, algunas frutas y sobre el dintel el escudo de los Ezpeleta, un león rampante que no debemos confundir con el de la ciudad que es pasante. Su fachada, así mismo, muestra una herida de guerra en la abolladura que tiene en la barandilla de un balcón producida por el impacto de una bala de cañón.

Seguí mi paseo por la calle Mayor para tomar la de San Francisco. Iba yo pensando en mis cosas cuando de pronto algo me hizo reír. Me crucé con una señora, ya entrada en años, que paseaba dos perros que poco o ningún caso le hacían, ellos iban a lo suyo saltando, jugando, mordisqueándose mutuamente y volviéndola loca hasta que, ya harta, les dio un grito: Cachi, Vache, ¿queréis parar?, me dio un ataque de risa escuchar tan singulares nombres para una pareja de canes, hay gente con ingenio, pensé. En esas estaba cuando vi a mi derecha la trasera del palacio antes mentado con su espectacular galería de arcos en los dos primeros pisos. Un enorme castaño de indias pone el toque verde al conjunto. Acabé la calle del santo de Asis y por su plaza homónima salí a la plaza del Consejo, punto neurálgico en la Pamplona del XVIII, en ella se encontraban la Audiencia Real con el consejo real, el palacio de Eslava, marqués de la Real Defensa, y el palacio que levantó Pedro de Urtasun entre las calles Zapatería y Nueva.

Este Sr. fue otro ejemplo de un comerciante hecho a si mismo y enriquecido por su astucia y su trabajo. Natural de Zubiri, donde nació en 1663, se trasladó a Pamplona muy joven y se dedicó al negocio de la cera y la confitería. De ahí fue progresando, vendió la cerería a su sobrino y empezó a negociar con la Corona, con el obispado, fue negociante con las municiones de la real armería de Eugui, fue prestamista y un sinfín de cosas más que le hicieron inmensamente rico, levantando en 1725 el caserón de la plaza del Consejo. Con el tiempo su nieto Nicolás consigue la hidalguía para la familia y en 1759 colocan el escudo que aun hoy podemos ver en la fachada. El hijo de éste, Anacleto, abandona la casa y traslada el mayorazgo a Muruzábal donde instala su residencia. La casa de Pamplona la alquilan y más adelante la venden. A principios del S. XX es el Banco de la Vasconia su propietario, instalando en él su sede. Más adelante es la familia Ferraz quien se hace con la propiedad. Actualmente da gusto verlo todo restaurado, con sus palaciegos balcones cuyos vanos rematan decorados dinteles conopiales y en el centro la gran labra heráldica de los Urtasun.

Y hete aquí que se me ha vuelto a acabar el espacio y me quedan tres por relatar, Guendulain, Navarro Tafalla y Mutiloa pero eso será hoy en ocho.

Besos pa tos. l

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