Corría el año 1.962, cuando D. Francisco Beruete, a la sazón Secretario del Ayuntamiento de Estella, convenció a un grupo de jóvenes, que proyectábamos caminar hasta Javier, para que llevar al frente del grupo la bandera de Estella, “bien tiesa y desplegada porque todos los peregrinos tienen que saber que los de Estella también veneramos al Patrono de Navarra” - Nos explicó el Secretario. Javier Apesteguía, alias Perepo, ya fallecido, reivindicó para sí el cargo de abanderado, “ por los menos hasta Oteiza”. Matizó prudentemente. Y así fue cómo Perepo, a la sombra de su espaciosa boina, dotada de avanzado alero, enarbolando orgulloso la bandera de Estella, asombró a las gentes de Noveleta y Oteiza, con su figura quijotesca, alta y huesuda. Pasadas estas localidades, nos fuimos turnando en la tarea de portar la insignia de Estella, cada vez más a regañadientes porque el cansancio y las ampollas empezaban a aparecer sobre todo en los novatos. Previamente, nos había informado Perepo que, dada su veteranía. adquirida en varias Javieradas anteriores sufridas por él, se había proveído de un maletín que contenía los mejores y más avanzados medios quirúrgicos para curar ampollas en el acto. En el puente de Larraga, la comitiva se detuvo para almorzar y pinchar Perepo con una aguja en la que había hilvanado un hilo negro las numerosas ampollas, que habían florecido en los pies de casi todos los peregrinos, con calzados inadecuados por nuevos, en aquella mañana de inesperado calor. Ante nuestra sorpresa, efectivamente el “Doctor” Perepo sacó del maletín una aguja que tenía ensartado un hilo negro, cuya finalidad - Sentenció muy seriamente- era facilitar el drenaje de las ampollas. Ya bastante renqueantes, iniciamos las temibles rectas de Tafalla, flanqueadas entonces, por 132 postes de energía eléctrica, en nuestra margen izquierda, que íbamos contando y descontando uno por uno, conforme aumentaba el fuerte calor. Un silencio sepulcral enterró la algarabía inicial de los caminantes.Eramos un pequeño y pacífico ejército, casi derrotado, pero teníamos que llegar, como fuera, a San Martín de Unx, destino de nuestra primera jornada y aún nos faltaban unos veinte postes hasta Tafalla y toda la segunda hasta Sangüesa. Sin duda que estas reflexiones merodeaban por la cabeza de Perepo que ya había vuelto a retomar la bandera y haciendo un gran esfuerzo, con juiciosas y espaciosas palabras comentó: “pienso en lo terrible que debe ser una guerra. Imaginaros que desde esa colina un tío empieza a disparar su ametralladora contra nosotros. Yo no tengo fuerzas ni para huir. Me tumbo y aquí me quedo y que sea los que Dios quiera”. En estos momentos, un imponente perro lobo salió de la caseta de la izquierda y se abalanzó amenazante contra Perepo, quién, por puro instinto de conservación, sacando fuerzas de su flaqueza, empezó a correr sin soltar la bandera, mientras gritaba al perro: “ para, para, socabr?!). Perdimos de vista este curioso encierro, al final de la recta, en la rasante por dónde se accede al cementerio de Tafalla. Cuando, una hora más tarde llegamos a Tafalla, Perepo, con su pantalón desgarrado en sus bajos por los mordiscos caninos, sosteniéndose, a duras penas, en el mástil de la bandera, nos estaba esperando heróicamente, teniendo acurrucado a su vera pacíficamente y completamente exhausto al perro lobo que le había servido de acicate no deseado para ganar la carrera maratoniana ya que según las estadísticas ningún otro peregrino había conseguido hacer ese camino en menos tiempo.

¿No decías no sé qué de la guerra? - Le preguntamos con cachondeo.

“Nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta, aunque, a veces,..... -Filosofó Perepo, mirando de reojo al chucho- ciertos agentes externos te obligan a intentarlo”.

Después hizo tres profundas inspiraciones y terminó con voz entrecortada:

“Escuchadme, sopalurdos, cuando lleguéis a los pies del Santo, que, sin duda, tuvieron muchas más ampollas que los nuestros, haced una petición especial a favor de D. Francisco Beruete, ya que, gracias al palo de la bandera, que nos encajó, he podido sobrevivir.

Y ahora, dadme por favor un bocadillo, porque el mío se lo he tenido que dar a éste sinvergüenza.

El chucho, sintiéndose aludido, confirmaba la sabrosa donación de Perepo, relamiéndose el hocico gustosamente y mirando cariñosamente al abanderado.