"No les puedes dar ningún abrazo ni achuchón. Pero por lo menos los puedes ver. Es un alivio", aseguran José Luis Garay, 84 años, y Joaquina Aramendia, 86, residentes de la Casa de Misericordia que vencieron a la covid-19 en primavera y vuelven a estar confinados desde el 22 de octubre. A diferencia de la primera ola, afortunadamente pueden recibir visitas de familiares, aunque separados por un muro y vallas: "Es una situación muy dura y difícil porque el no poder acercarte del todo te genera un sentimiento de tristeza, frustración e impotencia", señala María Dolores Garay, hija de José Luis y Joaquina, que añade que "dentro de lo malo" no se pueden quejar porque sus padres superaron el virus y "hay familias que han perdido a sus seres queridos".

José Luis Garay mira atentamente a sus familiares

La familia Garay se organiza para que todos los días reciban visita. "Llamo a mis padres y les pregunto a ver si les apetece salir un poquito a sus patios. A veces me dicen 'oye, que acaban de llamar tus hermanos y vienen esta tarde'. Entonces voy al día siguiente porque intentamos que siempre estén en compañía", señala María Dolores. Sin embargo, adentrado el otoño y con la llegada de los primeros fríos, a veces es imposible quedar o la visita se reduce a mínimos: "La climatología te limita bastante. No tiene que hacer ni frío ni lluvia y cada vez anochece más pronto. Además, estás poco tiempo porque al estar parados se enfrían enseguida", se lamenta. A pesar de todo, disfrutan al máximo de sus citas, conversan, se ponen al día y están "mucho más tranquilos" que en el primer confinamiento porque se ven con frecuencia y "sabemos que es muy fácil que sigan siendo inmunes y que no se puedan volver a contagiar".

El trajín diario

El 21 de octubre el Gobierno de Navarra aprobó una Orden Foral en la que se dictaba el cierre de las residencias de personas mayores. "Nos vuelven a encerrar, menudo coñazo", pensó el matrimonio, aunque reconocen que esta vez no está siendo tan duro . "Tenías que estar todo el día encerrado en la habitación. No podías salir ni al pasillo. Fue como estar en una cárcel, pero tuvimos la suerte de que nuestra habitación es muy grande, 66 metros cuadrados. Entonces, como somos personas muy activas, caminábamos siete metros para adelante y siete para atrás", recuerda José Luis. "Nos daba tiempo para todo: hablábamos, discutíamos, hacíamos las paces y volvíamos a discutir", comenta con sorna Joaquina. Ahora, los residentes pueden pasear por los patios y recibir visitas, avisando precviamente a los trabajadores, de familiares. "Lo llamo mini confinamiento", bromea José Luis.

Además, las actividades que organiza la Misericordia no se han suspendido. Los lunes, miércoles y viernes de 10 a 11 de la mañana acuden a terapia ocupacional: ejercicios de memoria, cuentas matemáticas sencillas como sumas y restas o juegos de mesa son algunas de estas variadas actividades. "Lo que más me gusta es jugar al solitario en el ordenador especial con pedales. Hacemos ejercicio mientras nos divertimos", explica José Luis. Los martes y jueves a la mañana es turno de yoga.

El fin de semana tampoco paran. Se levantan a las ocho y media de la mañana, desayunan y de ahí a misa. Tras la eucaristía, van al gimnasio "a la cinta y a la bicicleta estática", apunta Joaquina y antes de comer, si hace buen tiempo, salen al patio y "a disfrutar del sol que aún al mediodía calienta un poquito". Después de comer, señala José Luis, "una siestica de una hora" y a prepararnos para la visita de la familia.

"Aunque sea un café"

El matrimonio lleva en la Casa Misericordia tres años. Hasta 2017 pasaban el invierno en las Islas Canarias. "Disfrutábamos del sol mientras aquí se helaban de frío", comenta Joaquina. Pero ese año le dio una arritmia nada más llegar al archipiélago: "Lo pasamos un poco mal y estuvimos unos cuantos días en el hospital". Al volver de las islas, decidieron escaparse al balneario de Elgorriaga y José Luis sufrió un ictus. "Decidimos que ya era el momento de ir a vivir a una residencia por si acaso", apunta José Luis.

No dudaron en solicitar plazas en la Casa de Misericordia y a los tres meses se las concedieron: "Durante 50 años hemos vivido en San Juan Bosco, en la trasera de la residencia. Entonces, para ir al centro o pasear por la Vuelta del Castillo teníamos que pasar por ahí y ya veíamos que había nivel".

Están tan contentos con el servicio y atención que reciben que hasta en Navidad les cuesta dejar la residencia: "Si fuera por ellos no saldrían de los felices que son. Otros años me los he llevado casi a la fuerza porque en la cena de Nochebuena hay que estar todos juntos. Para Año Nuevo mis dos hermanos se empeñan, pero no hay forma de sacarlos", reconoce María Dolores.

Este año, debido a la covid-19, los residentes aún no saben si podrán salir para esas fechas tan señaladas. "No nos han comunicado nada", aseguran. "Si tenemos la grandísima suerte y pueden venir a cenar sería estupendo. Aunque tal y como está la situación me conformo con tomar un café y estar un ratico con ellos", desea la hija.