‘¡Es tan triste la vida en el cementerio!’ reza uno de los versos del poema ‘El Diamante’ de Federico García Lorca. Sin embargo, hay quién, sobreponiéndose a los numerosos prejuicios que le rodea, ha hecho de este lugar su oficina de trabajo. Es el caso de Javier Yanguas, sepulturero de la villa de Fitero durante 27 años. Basta recorrer con él durante unos instantes el cementerio de la localidad para que quede acreditado que conoce conocer al dedillo cada uno de sus rincones que lo conforman así como las historias que éstos recogen.

Javier Yanguas decidió aceptar el puesto en el año 1991 ya que, tal y como nos explica, “el cementerio estaba un poco desordenado y me comentaron si quería organizarlo un poco, dije que sí y así empecé a trabajar junto con mi hijo (También de nombre Javier)”. Ambos han desarrollado este oficio hasta hace dos años, cuando decidieron retirarse.

La labor que han realizado padre e hijo va más allá del propio entierro, ya que, según aseguran, “cuando hay un fallecimiento nos llamaban la familia por teléfono y nos encargábamos de subir al cementerio y mirar la sepultura para ver si está bien o si hay que hacerla. Hay que estar pendiente de todo”.

Otra de los trabajos que han desarrollado a lo largo de estos años ha sido acondicionar el lugar porque “estaba un poco abandonado y cuando entré tuve que hablar con familiares para reorganizarlo y, de esta forma, poder abrir pasillos y entradas y que sea mucho más accesible”, expresa Yanguas.

En el trabajo de sepulturero también hay lugar para las sorpresas. Una de las mayores que se llevó Javier Yanguas fue el descubrimiento de los restos de una chiquilla que llevaba enterrada unos 140 años. “Estaba el cuerpo entero, momificado, parecía como si fuera cuero. Tenía todavía puesto el vestido y los zapatos, aun lo recuerdo”, asegura. A pesar de que se conocía el nombre de la niña por la lápida, nunca se logró dar con ningún familiar. Este hallazgo levantó la curiosidad de algunos de los vecinos, que incluso se acercaron hasta el cementerio para verla antes de ser retirada.

No han sido los únicos restos humanos con los que se han topado padre e hijo, pues, tal y como comenta el progenitor, “esto es un cementerio desde hace muchos años y en ocasiones se entierran personas que quedan en el olvido y luego nosotros nos encontramos con los cuerpos”. Además, otra de las labores era retirar periódicamente los restos tal y como marca la normativa de sanidad, hecho que provocó que “sacáramos hasta más de 20 restos de un panteón. Esto es habitual, sacar restos y dejar huecos para otros”.

También recuerda con claridad el día en el que se enteraron que tenían que trabajar porque el entierro pasó por delante de su casa ya que no les habían avisado. “Estábamos tan tranquilos en casa y nos dicen que sube el entierro y nosotros no sabíamos nada. Así que tuvimos que ir a toda prisa a preparar todo”, bromea Yanguas. Y es que durante sus años de trabajo, eran los propios vecinos los que debían llamar a los trabajadores para que preparase todo para el entierro. El propio protagonista afirma que “nos llamaba todo el mundo”. Tras trabajar durante varios años de su vida como albañil, Javier Yanguas padre no cree que el oficio de sepulturero sea especialmente duro en el apartado físico. Aunque sí que indicó que “hay que cavar y cavar con pico y pala hasta llegar a metro y medio de profundidad. Por el camino van saliendo muchas piedras, cristales y de todo. Después hay que enterrarlo con tierra”.

disponibilidad Tampoco el aspecto emocional, a pesar de ser un pueblo pequeño en el que prácticamente todos los fallecimientos son personas conocidas, era un hándicap. El principal problema que encontraba Yanguas era que “tienes que estar siempre disponible. Hasta el día de La Virgen de la Barda he tenido que trabajar”.

En cuanto a la evolución que ve de su trabajo, Yanguas opina que “ahora está todo más organizado, antes había un agujero metías una persona, luego fallecía un familiar y no tenían sitio juntos y había que buscar un nicho u otro lugar”. También afirma que “actualmente en los panteones hay huecos, entonces es más fácil, se mete el ataúd, se cierra con ladrillos y listo”.

Lo que todavía guarda Javier Yanguas de su época de sepulturero son las notas que entregaba al Ayuntamiento al terminar cada año. En ellas apuntaba y registraba el número de panteón, la persona que se había enterrado y la fecha “Me ha gustado ser curioso. Con este tema hay que tener cuidado porque es sagrado y no se puede hacer a la torera”, indica.

“Hay que cavar y cavar con pico y pala en la tierra hasta llegar a metro y medio de profundidad”

Sepulturero