Conocí a Marce detrás de una barra, dónde si no, en el bar Bee Gees del barrio pamplonés de San Juan que a finales de los 80 regentaba junto a "su" Cati, ese posesivo rebosante de amor. Allí probé por primera vez la chaca, con esos bocatitas deliciosos que dispensaba regalando la sonrisa que le acompañó hasta el final de sus días, hace apenas nada y a la corta edad de 59 años.

Dudo que del gran Marce, como así le apodamos por contraste físico las gentes del basket de San Cernin en tránsito permanente de la pista a su local ochentero, alguien pueda decir una mala palabra. Y no porque estemos en la hora de las alabanzas, sino porque Marceliano González Alconada fue un hombre esencialmente bueno. De hecho, su bonhomía y carácter esforzado hubiesen merecido una mejor suerte, más allá de la fortuna que le granjearon con su sola existencia Cati y la hija de ambos Saray, cuyo nombre le brotaba a la menor ocasión con la satisfacción del padre henchido.

Tras tiempo sin coincidir por los avatares de la vida, volví a frecuentar a Marce hace un lustro largo, él oficiando ya de camarero en La Mandarra de la Ramos con ese saber hacer de los profesionales de siempre. Nunca olvidaré cómo nada más verme afloraron de su memoria un montón de recuerdos sentidos acompañados por la promesa de una fotografía de los ganadores de un torneo que Marce patrocinó y que todavía conservaba, una instantánea en blanco y negro de servidor con El Moro, Kiki, Garrafín y otros fenómenos de aquella época. Ciertamente, Marce la gozaba con la conversación y chapoteaba en las anécdotas como tipo curtido en la calle y en el mostrador, así que siempre celebraba la visita de los jueves de los periodistas, como él nos apodaba al Tuca, Germán, Fernando y yo mismo. Los cuatro unidos para los restos al gran Marce por el bocata de nombre Japato y la ensalada de escarola, manjares aderezados por las preguntas y las pullas que el camarero eficiente lanzaba en su trasiego de mesa en mesa.

Definitivamente, Marce hubiera merecido unas cartas mejores en la partida de la vida, en su epílogo por ejemplo para disfrutar en condiciones del éxito copero de su Real Sociedad (y más ante el Bilbao) este sábado y al día siguiente de la misa de la escalera en la capilla de San Fermín, en la que iba a recibir el pañuelico en el marco del homenaje a los hosteleros. Cáncer y pandemia mediante, hoy somos demasiados los que lamentamos hondamente no haberle despedido con el mismo cariño que él sirvió al otro lado de la barra. DEP.