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A don Jorge, hombre de fe

A don Jorge, hombre de feCedida

Hombre de fe, sí, en los hombres y en Dios. Que creía en la Humanidad, en la bondad de las personas y que tanto practicaba él con todos. Claro, creía en la Salvación.

Voy a recordarle en su época de médico de Etxauri y del Valle de Etxauri. Tradicionalmente, en los pueblos, el médico pasaba a formar el grupo de “influencers”, que se diría ahora, junto con el secretario y el cura. No fue el caso de don Jorge.

Todavía entonces en los pueblos las necesidades sanitarias eran básicas: salubridad en las casas y en las calles con la presencia de animales, riesgos de accidentes en las formas tradicionales del trabajo en el campo y en los regadíos, en la herrería, atención a los mayores en sus casas.

Y allí llegó don Jorge, con su presencia esbelta, algo cargado ya de espalda, su voz atiplada de entonación extraña, sus nuevas formas de tratar a todos los habitantes del pueblo por igual, con su dauphine desplazándose, sin demora, de visita rutinaria -¡qué mal suena esta palabra en el caso de don Jorge!-, corriendo a las llamadas urgentes por aquellas carreteras desconocidas para él. De igual manera que desconocía los nombres de las casas a donde tenía que acudir –Faranecua, casa del Carpintero, Escunberri.

En Etxauri se encontró –más bien ella le esperaba- con Pepita, mi tía. La mujer que suplía su desconocimiento de los pueblos y las peculiaridades de sus gentes, quien cubría sus ausencias en el pueblo cuando asistía, en una formación continua, a la Escuela de Enfermería en Pamplona. Y entre los dos –festina lente, apresúrate despacio- afrontaban las emergencias, los primeros auxilios por los cortes que produce el sarde hundido en el fiemo, los pisotones de un animal, los tratamientos para las infecciones, las fiebres de origen desconocido, los embarazos problemáticos. Cuidando la vida misma.

Y don Jorge, en esas noches oscuras de los pueblos llenas de ladridos de perros hambrientos y en celo, de los mugidos de una vaca parturienta, o de los chillos agudos del cerdo a quien se sacrifica, acudiendo presuroso y temeroso a atender a un anciano que, de madrugada, recibiría el viático.

Don Jorge atendía a todos. Y cuando veía la necesidad de mayores atenciones, ante el asombro del enfermo, no dudaba: “Vaya usted, de parte mía, que le atiendan en el Opus. No se preocupe”. La confianza se nutre de actos buenos de personas buenas.

En Etxauri, don Jorge y doña María Rosa fundaron una saga familiar sin límites de amor y esfuerzo, en la misma proporción, que hoy mantiene su presencia entre nosotros y en el cielo de los buenos.

Eran los años en que el reclamo de la Pamplona que se industrializaba hacía que los pueblos empezaran a vaciarse. De entre quienes recogieron sus escasos enseres para ir a la capital, José, que tanto le ayudaba a Don Jorge con la integración en el pueblo, con consejos sobre cómo tratar la pequeña huerta que había en la casa donde cultivaba fresas, berenjenas, verduras –se hizo huertero-, y la señora Benita, que tenía siempre las puertas de su exigua casa abiertas para las confidencias y consejos maternales de doña María Rosa.

A la vida que yo conocí de don Jorge, podría aplicarle la frase de Pablo D´ors, en su libro “Biografía del silencio”: “La vida es un viaje espléndido y para vivirla solo hay una cosa que debe evitarse: el miedo”. Y en el caso de Don Jorge, él añadiría: pero con la Fe.

El autor es sobrino de Pepita