A las puertas del instituto, de buena mañana, dos jóvenes se besan como si fueran a morir de inmediato. Unos pasos adelante, media docena fuman un porro antes de entrar a clase. En la hora de recreo, algunos profesores salen a fumar. En los escaños del Senado hay restos de cocaína; en las favelas y suburbios se pilla lo que se puede, incluidos botes de pegamento. Es una necesidad de enamoramiento continuo, algo que coloque por encima de la dura realidad, flotar, caminar sobre las aguas, sobre las nubes, sobre el dolor, como la poesía, como la música, como el arte. Agarrarse al pecho de la madre, a la mano del padre fuerte y seguro. Sosegar el alma. Ante la necesidad de buscar la felicidad, la inspiración, tocar la belleza con las manos, con la legua, con los dientes, con la luz, con la piel, el hombre se droga. Intensificar la aventura de vivir, domeñar el furor del dolor, del viento, de la borrasca, del frío, del desierto, la alucinación, el espejismo? ¡qué más da! Sosegar el alma.

El problema está en que, para nuestra desgracia, el espíritu, y lo que llamamos alma, está vinculada al cerebro. No está ni en el cielo ni en la tierra. Y el cerebro se daña con los excesos. El éxtasis, el speed, la cocaína, la heroína, el cannabis, el alcohol y la nicotina nos liberan, pero también pueden esclavizar. Depende del control. Muchos dicen que no quieren dejarlo, pero es porque no pueden. Como dijo Aldous Huxley, la gente defiende su propia esclavitud. Una extraña forma de ser libre.

Si os sirve de consuelo y ayuda, un dicho popular reza: "Pamplona (Iruña), ambiente sano: curas en invierno y toros en verano." Un vicio como otro cualquiera.