EL llamado funeral, a pesar de la evidente secularización de nuestra sociedad, sigue siendo el rito socio religioso más popular, probablemente, que aún se mantiene entre las celebraciones -festivas o funerarias- que acompañan los hitos más señalados de nuestra existencia.

Mi experiencia familiar, a este respecto, ha sido deplorable, especialmente en Olatz (Eguesibar), donde vivo. Hace casi 5 años, durante la misa funeral por mi marido, el párroco -concelebrante en la eucaristía presidida por nuestro amigo y párroco de mi pueblo de origen- ni se dignó levantarse de su asiento para venir a darnos el pésame. La pasada semana, con ocasión del fallecimiento de mi cuñado, dicho párroco de Olatz ni apareció por el tanatorio -incumpliendo la palabra dada al director del mismo para rezar un responso- ni se avino a celebrar la misa funeral en la parroquia a la hora solicitada (6 de la tarde) porque sus ocupaciones se lo impedían.

Otras consideraciones aparte, quiero dejar constancia, sobre todo, de mi indignación por semejante falta de la más elemental educación. No es que tales comportamientos resulten precisamente evangélicos, ni pastoralmente edificantes, pero allá sus cuentas de conciencia cristiana con quien él considere su juez. Yo me remito a los más básicos principios de urbanidad, sin llegar a más cortesías: suspenso, desde luego, en educación ciudadana.

Una creía estar ya curada de espanto desde que, a los 12 años, sintió tambalearse en solo una jornada, años de catequesis, prédicas y liturgias mil, con motivo del fallecimiento de mi abuelo. Nuestra generación de mediados del S.XX, en un valle rural de la Navarra prepirenaica, no conoció otro ámbito social que el presidido, imperativamente, por el estamento eclesiástico. Párrocos, coadjutores, beneficiados y arciprestes, con sus respectivas amas, hermanas, seroras o parentela diversa, formaban parte inevitable, indisociable de nuestro entorno social, como los montes, ríos, pastos y ganado lo eran de nuestro paisaje natural. Mucho más que en la ciudad, nuestras vidas estaban vigiladas por ese poder, visible e invisible que la autoridad de los curas ejercía.

Pero aunque aquella vida fuese tan distinta de la actual, la gente se moría, más o menos como ahora. Y lo dicho: murió mi abuelo materno y allá fueron a parar, a nuestra casa, tras los funerales, unos 8 clérigos de los pueblos vecinos (más algún que otro allegado suyo) a dar buena cuenta del cordero, pollos y gallinas que hubo que matar, amén de otras fruslerías de acompañamiento, que entre 4 mujeres y yo, niña, apenas si podíamos dar abasto. Luego, sin tele ni hilo musical, en aquel entonces, nuestra dura y larga fregotina y recogida de trastos, estuvo amenizada por los sonoros órdagos y risotadas que nos llegaban desde el salón comedor, donde aquella cuadrilla demostraba saber de mus tanto o más que de Teología. Enternecedor colofón a los solemnes kyries y responsorios del día.

Hoy, sin embargo, y no por la distancia del tiempo transcurrido, me resulta más bochornoso el comportamiento del párroco de Olatz que la glotonería de aquella caterva de clérigos gorrones. Además, poco o nada podía yo decir a los 12 años, mientras que ahora servidora puede manifestar y manifiesta que no tiene porqué aguantar los desplantes de un cura mal educado, por mucha hopalanda canonjil que ostente en la Catedral de Iruñea.

Mertxe Zabalza Torrea