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Muriendo a diario

vale, de acuerdo, pasó el día de Todos los Santos y seguimos respirando, que ya es bastante. ¿Bastante? ¿Durante cuánto tiempo? Perdónenme la impertinencia, pero es que esta hedonista sociedad nuestra ya sólo se aproxima a la omnipresencia de la muerte en la festividad de los difuntos y mayormente para debatir entre el enterramiento o la incineración como trasunto del tan sobrevalorado negocio de la defunción. Quiere decirse que se ha impuesto por doquier ese escapismo pueril que soslaya interrogantes perturbadores que cualquiera debiera poder formularse en su madurez, pues no media certeza más auténtica que la de que todos vamos a palmar, a cascarla, caput sí. Para comenzar, el de cómo quisiera uno despedirse si tuviera la oportunidad, y más concretamente lo que uno diría y, sobre todo, ante quién o quiénes. ¿Y si el desenlace ocurriera mañana? ¿O dentro de un rato? Y ya que estamos: ¿No se han preguntado nunca cómo será su último día? Porque, señoras y señores, se va aproximando implacable y tan incontrovertible es que con cada puesta de sol vamos extinguiéndonos un poco como que resulta saludable reflexionar sobre ello por cómo se excitan nuestras ansias de vivir. Así que, en contra de lo que se estila en este epicúreo entorno nuestro, mejor pensar en la muerte sin remilgos, mirándole a los ojos porque perfectamente nos puede aguardar a la vuelta de la esquina. Puesto que la inmortalidad es estricta cuestión de fe, hagamos la paz y no la guerra, para empezar con nosotros mismos y para continuar con quienes nos llorarán si nos sobreviven.