¿ALGUNA vez he hablado aquí del sempiterno uso de las manoletinas por parte de nuestras jóvenes, bailarinas que les llaman desde que volvieron para quedarse? Sí, lo he hecho. No sé por qué pregunto, si lo sé de sobra. Bueno, pues lo que dije de sempiterno, olvidarsen. En esto y en todo lo demás, jamás me tomen en serio. Ellas no siempre llevan bailarinas, a veces llevan katiuskas. De hecho, si no llevan lo uno, llevan lo otro. Las katiuskas, por cierto, tampoco son ya tales, y al decirlo vuelvo a delatar mi cuarentena como entonces. O hablamos de botas de agua, o hablamos de "mis Hunter", que con ser similar no es ni parecido. Es otro nivel. Pero en fin, para nosotros, katiuskas.
Si me hubiesen dicho a mí cuando me pisaba una con otra para quitármelas y me salían los dedicos como una pasa, que aquello llevaba escrito en su destino el glamour… me lo hubiese creído porque entonces era aún más ingenua. Y como la ingenuidad la he perdido en parte, pero la curiosidad no, comento con una amiga mis reservas sobre el uso indiscriminado del atuendo en cuestión, mientras ella se queja amargamente. A su hija no le quisieron comprar "sus Hunter", y se encargó de conseguirlas pidiendo en Reyes "solamente pagas". De cerca sonríen cómplices dos chicas, y haciendo alarde de la poca inocencia que me queda le cuento a mi amiga que yo sin embargo las odiaba. Me hacían sudar el pie, aunque lo sacaba heladico. Nuestras testigos me miran mordiéndose el labio inferior en plan, "qué tendrá que ver eso con lo que estáis hablando". Claro, si se pueden llevar las bailarinas entre los 0 y 30 grados, nada impide calzarse unas botas de goma para una jornada pegada al radiador. Pero me sacan de mis cavilaciones. Hay algo que sí lo impide. "Yo tengo las granates -le dice a su amiga-, pero tiene que llover en fin de semana porque para ir a trabajar no las puedo llevar". Mira qué bien, pensaba ahora, siempre llueve a gusto de alguien.