¡QuÉ feo es un obispo triste!". Dirán que soy un frívolo por quedarme con la parte anecdótica del mensaje del papa Francisco en Río, pero esa exclamación, esa constatación que pocos católicos -mitad por respeto mitad por temor de Dios- se atreven a proclamar en público, es una certera definición de la imagen que gran parte de los rectores de la Iglesia transmiten al exterior. Miren a Rouco Varela si no. Obispos tristes (lo dice el Papa) y curas tristes (lo digo yo). ¿Una Iglesia triste? Hace unos días, ante miles de seminaristas, el Papa les insistió en la misma idea, la de ir con alegría por la vida, no "con cara de pepinillo en vinagre". En ninguna profesión la seriedad y el rigor deben estar reñidas con el buen humor. Tiene razón Francisco, hay sacerdotes que predican o dicen misa como si ellos fueran los crucificados o nos fueran a crucificar a los demás al final del oficio. Al menos así eran los que conocí en mi niñez y, por lo que cuenta el pontífice, muchos de los nuevos. En contra de esta constatación, recuerdo que, a finales de los setenta, aparecieron por el pueblo aquellos curas de misa con guitarras y reuniones con la juventud, que animaban el asociacionismo prestando los locales de la parroquia y también aportando alguna rica botella de pacharán de endrinas que desataba auténticas tormentas de ideas. De aquel impulso nacieron proyectos que todavía hoy perduran. Aquellos sacerdotes no llegaron a obispos. Y escuchando a Bergoglio me cuesta creer que fuera elegido Papa y que cuando muestra respeto a los homosexuales a la curia no se le ponga cara de pepinillo en vinagre.
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