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Evaluación y mejora de la clase política

recientemente, una vez finalizado el segundo trimestre del presente curso, he puesto las notas a mi alumnado. Durante el tiempo que ha durado el periodo de evaluación, he anotado un total de 3.888 registros parciales de mis 162 alumnos a través de diferentes pruebas e instrumentos de calificación, que me han servido para justificar la nota final numérica de cada uno de ellos y determinar el grado de logro de sus conocimientos alcanzados así como su nivel de competencias básicas adquiridas.

En educación, la evaluación nos aporta información y es una de las etapas más importantes del proceso de aprendizaje como base para la toma de decisiones de mejora tanto del alumno, como del programa que ponemos en práctica en el aula. Es, por tanto, una fase de suma trascendencia para el alumnado, porque de los resultados finales que obtenga dependerá su futuro académico más inmediato y por ende su futuro profesional.

Hoy por hoy, es algo habitual, el que para acceder a muchos puestos de trabajo sea necesario superar determinadas pruebas de selección que ponen en valor las capacidades que uno tiene para poder desempeñarlos. Sin embargo, esto no se lleva a cabo del mismo modo en el ámbito político, ya que las designaciones de los puestos de responsabilidad tienen más que ver con la amistad y el pago de favores que con su idoneidad y/o su perfil para ocuparlos.

Si no, ¿cómo se entiende que una misma persona sea designada para ocupar diferentes ministerios que nada tienen que ver el uno con el otro, y cuando deja de ocuparlos se le nombre miembro de un consejo de administración o presidente honorífico de una multinacional? Lo que está claro es que todos no valemos para todo, y nuestros políticos no son una excepción.

Según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas, los ciudadanos de este país suspenden al presidente del Gobierno y a todos sus ministros, así como a una gran mayoría de los representantes de las diferentes fuerzas políticas. Acostumbrados algunos de ellos durante su etapa universitaria a la obtención de notas brillantes, ahora ninguno logra el aprobado y, sin embargo, ahí siguen como si nada, repitiendo curso tras curso perpetuándose en los cargos.

Resulta lacerante que sea precisamente el ministro de Educación, José Ignacio Wert, el que ocupe el farolillo rojo de la clasificación. Llama la atención que el representante político que obtiene la peor nota en la valoración que hace el CIS, desde los primeros años de la democracia (en una escala de 0 a 10, su calificación es de 1,46), sea el que se saque de la chistera una nueva reforma educativa amparándose en los malos resultados obtenidos en el informe PISA. ¿Qué hacemos entonces con él, cuya nota es de muy deficiente?

Si entendemos la evaluación como un proceso sistemático de recogida de información para la toma de decisiones de mejora, tanto del personal como del propio sistema, algo no estamos haciendo bien. No puede ser que a unos se les aplique dicho proceso al pie de la letra y otros se queden al margen de él amparándose en privilegios protectores que ellos mismos se otorgan.

Con esto, se está consiguiendo que el descrédito de la clase política esté alcanzando cifras históricas ciertamente preocupantes y, como consecuencia de ello, que los ciudadanos la vean como el principal problema que actualmente existe en nuestro país. A los innumerables casos de corrupción y a la puesta en práctica de sus programas maliciosos que enmascaran sus verdaderas intenciones, hay que añadir su falta de valores éticos y morales que los alejan irremediablemente de sus representados.

Si en el contexto de los sistemas de calidad, la evaluación es necesaria para la mejora continua, ¿por qué entonces no la ponemos en práctica en la esfera política? Esto supondría una regeneración importante de los puestos de responsabilidad, mejoraría el perfil de los candidatos, evitaría personas acomodadas, vicios adquiridos y por consiguiente una bocanada de aire fresco para todos.

El autor es profesor de Educación Secundaria