Los mejores conductores son los que se lo creen, los que se lo tienen creído. No fallan nunca, adelantan en el momento preciso, el ámbar brilla en sus ojos con el color del verde succionado por el semáforo, las líneas de la calzada son elementos decorativos y todos son lentos. Unos cracks. Y el resto de los conductores mortales les dejamos pasar ante sus acometidas, les vemos pasar cuando el semáforo recomienda lo contrario, calibramos también el espacio que quieren entre las líneas imaginarias que han borrado de su cerebro y contenemos la respiración en el rebufo tras su velocidad, tras su ejercicio decidido de aceleración, imposible de acometer la maniobra sin la permisividad del resto.
Estos pilotos están ya por todas partes, aparecen en cualquier lugar, derrapan sobre cualquier suelo. Por ejemplo, adelantan a todos y afirman que “estamos en una dictadura”, han borrado las líneas de la normal circulación y defienden que “con Franco se vivía mejor” y van rápido cuando aseguran “tenemos menos derechos que nunca” . Unos bestias. Y el resto de conductores les toleramos porque aplicamos las normas que ellos no cumplen y respetamos que opinen cuando sus opiniones no merecen respeto. Después de tantos años para comprender que esto funciona si sólo hay sitio para todos, los nuevos locos montados en sus viejos cacharros –la mentira, el clasismo, la desinformación, la manipulación, el miedo– llegan dispuestos a sacarnos de la carretera. No somos rivales para ellos porque sabemos cómo se circula. Ellos van demasiado rápido, demasiado sueltos, ganadores siempre de la carrera, convencidos de que así se conduce.
Pasa majo. Pero no te pases, que vas a derrapar.