Hasta ahora la humanidad se ha venido rigiendo por los grandes relatos o ilusiones cómplices del poder, como los llama Foucault, que prometían la emancipación del ser humano de cualquier tipo de alienación. Estos grandes relatos no son mitos, no son falsas representaciones del mundo, basadas en una visión mágica o misteriosa de la realidad, sino propuestas con vocación universal e incluso científica. Es cierto que los grandes relatos, igual que antiguamente los mitos, tienen como objetivo legitimar las prácticas morales, sociales y políticas, pero a diferencia de los mitos, los metarrelatos no buscan la legitimidad en un acto originario fundacional, obra de seres sobrenaturales, sino en un futuro que se ha de producir, es decir, en un proyecto que hay que realizar y que supuestamente traerá como consecuencia la deseada emancipación de la humanidad. Es decir, mitos y metarrelatos se basan en una creencia, carente de evidencia en la que sustentarse. Es más, el devenir histórico y la experiencia parecen desmentir o liquidar el fundamento racional de esas grandes propuestas mesiánicas, que si por algo se destacan es por su carácter promisorio. Son varios los grandes relatos bajo los cuales la humanidad ha pretendido dar sentido y esperanza a su existencia. Así, la Ilustración aseguraba que el conocimiento, el saber y el desarrollo técnico nos conducirían inexorablemente a una sociedad libre, igualitaria y justa. El relato marxista nos libraría de la explotación y de la alienación mediante la socialización de los bienes de producción y la desaparición de las clases sociales. Y el relato capitalista aseguraba que nos iba a rescatar de la pobreza mediante la productividad a gran escala y el desarrollo técnico e industrial.

En la sociedad actual, refractaria a toda consideración ética, todos estos grandes relatos no dejan de ser voluntades orientadas hacia un fin, proyectos promisorios, en los que escasea la fundamentación positivista y cuya legitimidad racional se halla en algo tan intangible como es su consecución. Es decir, en un final, sin plazo predeterminado, que deberá cumplirse en un futuro, que obviamente puede darse o no. Por tanto, todos estos grandes relatos son materia de litigio, tanto en cuanto nadie puede constatar su veracidad ni garantizar su consecución. Es decir, que nuestras sociedades han sido guiadas por la creencia o fe en algo que todavía no ha sucedido y que quizá nunca llegue a suceder. Es más, la experiencia demuestra que ninguno de estos relatos lleva camino de realizarse. Al contrario, el devenir histórico va suministrando indicios que van deslegitimando todas y cada una de las certidumbres contenidas en los metarrelatos. El conocimiento no parece domeñar la irracionalidad que alberga en su interior la humanidad, el proletariado parece haber renunciado a la lucha de clases mientras los pobres son cada vez más numerosos y la tecnología y la robótica capitalista generan cada vez más desempleo. Es más, el duelo por todo este fracaso, como decía Freud, nos está llevando a retirar la investidura libidinal, sublimada en los grandes proyectos sociales, y a volcarla sobre uno mismo, hasta el punto de que el narcisismo es hoy día el modo hegemónico del pensamiento y de la acción en la sociedad.

Todo relato de emancipación humana debe partir de la posibilidad y de la capacidad real para su realización. Y sería razonable darles una fecha aunque sea aproximada para su consecución, pues los proyectos sine die por definición se escapan a toda posibilidad de evaluación. Obviamente tanto la posibilidad como la capacidad no bastan con relatarlas, sino que es preciso probarlas. Y la mejor manera de probar la veracidad de un proyecto es evaluar los hechos históricamente acaecidos en un tiempo determinado, por ejemplo un siglo. Y la conclusión es que todos los grandes relatos emancipadores de la humanidad han quedado invalidados en el curso de los últimos cien años. La sinrazón de las dos grandes guerras mundiales y el terrorismo yihadista bastan para recusar la tesis de la racionalidad ilustrada, lo que no es sorprendente, pues en un mundo donde hay prisa para hacerse rico, pensar y saber hacen perder el tiempo. El derrumbe de los países comunistas, el fracaso de la lucha de clases y la acumulación de grandes capitales refutan la tesis del materialismo dialéctico. La Gran Depresión de 1930 o la crisis financiera mundial de 2008 y sus graves consecuencias, como son las dramáticas desigualdades, la pobreza, la hambruna y la exclusión social, contradicen la doctrina neoliberal. Y la vocación universal de todos los grandes relatos es desmentida por la diversidad insuperable de las diferentes culturas, cuya disposición diacrónica, reforzada por sus orígenes míticos, raciales y lingüísticos, aseguran su perpetuación en el tiempo.

Lo cierto es que ninguno de los grandes relatos ha traído aparejada una sociedad más justa. Al contrario, en este mundo globalizado, monetarista y de libre comercio se corre el riesgo de que se instaure la dictadura del capitalismo. En fin, en la medida en que se vislumbren las consecuencias nihilistas que tiene para la ciudadanía el desplome de los grandes relatos, quizá se empiece a aceptar el imperio de la relatividad y a renunciar a nuestra tradicional visión del mundo. Y partiendo de la negación de toda certidumbre y creencia política, queda la sinergia entre una ciudadanía empoderada que luche por un mundo más justo y la socialdemocracia, microrrelato pragmático mejor adaptado a la realidad, por lo que con más garantías permite armonizar el totalitarismo capitalista con la justicia social, mediante su firme voluntad fiscal recaudatoria y su capacidad correctora y redistributiva de la riqueza.

El autor es presidente del PSN-PSOE