Del mismo modo que Julio César recriminó a Bruto su participación en la conjura de su muerte y de la que, básicamente, lo único que ha pasado a la posteridad es la frase del primero al segundo: “Tú también, hijo mío”, así podría decir Jaime del Burgo father al Jaime Ignacio del Burgo Junior. Con un matiz diferencial. Mientras Bruto empuñaba una daga dispuesto a clavársela a su protector, del Burgo Junior lo que enarbola es su cansina retórica para salvar a su padre del pedestal en el que la Historia lo ha colocado por su meritoria complacencia fascista, requeté y franquista; además de entusiasta golpista.

A pesar de la diferencia de matices entre el personaje clásico y el foral, en el segundo caso, si el padre se levantara de su tumba -que los idus de marzo no lo quieran-, se lo habría de repetir, no sé si en griego, que es como dice Suetonio que se lo dijo César a Bruto, o en dialecto navarro-aragonés: “Joder, hijo, ¿no sabes que quien trilla con burros, carga la parva?”.

Existen hijos que, pensando que están haciendo un bien a su padre, lo único que consiguen es añadirles un roto más a su biografía. Y es que enmendar la plana a un padre no debería estar permitido a nadie. Sobre todo, cuando el padre, en cuestión, ofrece andamios suficientes para sostenerse per se en el quicio en que la Historia lo ha situado. Y así debe ser, porque el interesado así lo quiso. Por voluntad propia. Del Burgo father aspiró a ser requeté, fascista y golpista. Lo consiguió sobresaliente cum laude. ¿Para qué contrariarlo ahora que está finiquito?

Afirmar, ahora, que Del Burgo father fue un virtuoso ciudadano, o un demócrata de toda la vida, como su hijo pretende, atentaría, no solo contra la Historia, sino contra la intrahistoria del propio interesado. Del Burgo father nunca fue demócrata. Como Rodezno y Baleztena fue un ciudadano ejemplarmente reaccionario, a quienes la democracia, el parlamento, la república, la soberanía popular y el sufragio universal les daba natural repugnancia. Y así lo manifestaron una y otra vez. Y no tenemos ningún escrúpulo en reconocérselo.

Fue durante la República cuando más a gusto se sintió. Y no, porque fuera republicano -la odiaba por atea, laica y judeomasónica como Aizpún, father-, sino porque durante ese período estuvo chapoteando en la salsa que más y mejor le gustaba: siendo un jaimista agitador y revoltoso de primera, preparando atentados contra los de la UGT, provocando enfrentamientos entre facciones de uno y otro bando, los del Círculo Tradicionalista y los descamisados socialistas, y siempre acompañado por su inseparable porra de hierro, como lo retrata el periódico Democracia, en abril de 1932: “Es el tipo del lechuguino aseñoritado, tan común y frecuente en los requetés, ávido de cobrar fama de valiente y de procaz, materia apta para injuriar y calumniar”.

Del Burgo father se enorgullecía el 18 de mayo de 1986, en entrevista publicada en Navarra Hoy, de haber sido lo que fue: un militante organizado contra la República. Hoy, dirían terrorista. Era de lo que más orgulloso se sentía. Si, luego, durante la guerra fue matón o no y, si lo fue o no en Navarra, donde no existió frente de guerra aunque algunos quieran hacernos creer lo contrario concitando la presencia de dos o tres aviones republicanos que sobrevolaron Tudela, es lo que menos importaría ahora. Si lo hizo, lo haría como mandao, pero, no motu proprio. Él sabía lo que daba de sí su inteligencia y a lo que podía aspirar. Primero, ser un calienta ambientes pa joder la marrana y machacar con su porra de hierro a algún ugetista y, luego, dirigir decurias de carlistas pa lo mismo. Para extirpar de raíz rojos y comemierdas socialistas.

Los hijos piensan que, al modificar el pasado épico de sus padres, les hacen un favor. Desengáñense. Menos aún cuando los padres ya están muertos y a quienes la fama les debe importar un ubi sunt?, es decir, nada, pues son nada. En realidad, lo que Del Burgo junior busca, más que restituir el honor a su padre, es recobrar el suyo. Pues el honor de su padre está intacto. Sigue donde estuvo y donde siempre estará. ¿Acaso su obra no refleja mejor que el discurso de su hijo cuáles eran sus afanes jaimistas, luego fascistas y, finalmente, dictatoriales? ¿Que no cometió crímenes antes, durante y después de la Guerra? Nadie mejor que el hijo lo sabrá. Pero no sería esa la cuestión a discutir. La cuestión estaría en saber de qué forma su comportamiento, su praxis que dijera Gramsci, favoreció el hecho imperdonable de que otros sí los cometieran basándose en sus teorías conspiratorias o en teorías delirantes, justificadoras de la violencia y la muerte ejercidas contra quienes habían sido desprovistos de cualquier tipo de dignidad, sencillamente porque eran republicanos. ¿Cuándo protestó Del Burgo father contra los asesinatos que se estaban cometiendo en Navarra, ante los que, incluso, el general jefe del Ejército del Norte se sintió escandalizado y tuvo que salir al paso de tanto desmán y violencia ejercida por carlistas y falangistas?

Mantuvo firme el ademán de “pistolero gansteril” (Democracia dixit), porque, si hubiese condenado aquellos asesinatos, habría roto para siempre el carácter de requeté jaimista y fascistón que se había cincelado en años pasados.

Los hijos no son responsables de las meteduras de pata de los padres. Menos todavía cuando estos consideran que tales pifias existenciales constituyen la base donde se asienta su épica personal y familiar. Del Burgo padre no hubiera ocupado los cargos que ocupó en las instituciones públicas de Navarra si no hubiera sido porque fue un golpista-fascista, en primera instancia, y un franquista sui generis, en segunda. Y siempre poniendo una vela en el altar del carlismo irredento. Los hijos de hoy quieren echar tierra sobre ciertos aspectos borrosos de la vida de sus padres. Temen que a la vista de la performance ética que actualmente se lleva, aquellos parezcan como monstruos de un museo de enormidades, seres que parece incomprensible que hubieran existido incluso en tiempo de guerras. Pero en Del Burgo Father no hay gestos borrosos. Todo en él está muy claro. Y es así, porque él nunca cejó en pavonearse de lo que fue e hizo.

Al final, lo único evidente es el ridículo en que devienen los hijos pretenciosos, puesto que aquellas sevicias que pretenden ocultar de sus padres son por las que más orgullosos se sentían los progenitores. Cuando se repasan las palabras que inspiraron a sus protagonistas tras las barrabasadas cometidas, no existe ningún tipo de pesar. Todo lo contrario. Se sienten hasta fanfarrones. Si les quitas estos cromos de su vida, su álbum biográfico se quedaría desnudo. Cuanto más se intente rebajar el pistolerismo gansteril de Del Burgo -Democracia dixit-, más se rebajará su grado de heroicidad. Si a Del Burgo padre le quitas de su biografía esos momentos de violencia organizada en el requeté, ¿qué es lo que le queda? Una obra escrita dedicada a dar prez y gloria a una ideología incompatible con la democracia y con la soberanía popular. Es decir, el catecismo de un fascista.

Seguro que J. del Burgo sería feliz escuchando a aquellos que sufrieron sus desmanes. Reconocerían sin paliativos lo que fue. Y no su hijo, que por amor bizco o por excesiva pasión por la verdad histórica, pretende hacernos creer que su padre fue una hermanita de la caridad. No merece la pena tal esfuerzo. Su padre se lo diría al estilo borbón: “Hijo, ¿por qué no te callas de una vez?”.

Firman este artículo: Víctor Moreno, Fernando Mikelarena, Pablo Ibáñez, José Ramón Urtasun, Carlos Martínez y Txema Aranaz (Ateneo Basilio Lacort)