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Sembrar el terror

frase del general Emilio Mola: “Hay que dar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni sin vacilación a todos los que no piensen como nosotros”, ante una reunión de alcaldes, supongo que estupefactos y temerosos, de la zona media de Pamplona, el 19 de julio de 1936, declarado por él e impreso en el Diario de Navarra, cuyo lema era por Dios y por España y su subtitulación Diario Independiente, el estado de guerra. Abundó: “(...) En este trance de guerra yo ya he decidido la guerra sin cuartel. A los militares que no se han sumado a nuestro movimiento, echarles y quitarles la paga. A los que han hecho armas contra nosotros, contra el ejército, fusilarlos. Yo veo a mi padre en las filas contrarias y lo fusilo”.

No es frecuente entre los grandes asesinos militares de la Historia, de los cuales es uno más, semejantes aseveraciones, guarnecidas por la muerte de más de 3 mil personas en una Navarra carente de tiempo a decidirse entre la República legal o los ilegales alzados militares. Sonaron tan atemorizantes y fueron tan contundentes que lograron amedrentar a los más valientes. Mola ejercitó sin pudor su periplo oratorio del que podemos señalizar este bando: “He decidido terminar rápidamente la guerra en el norte de España. Quienes no sean autores de asesinatos y depongan las armas o se entreguen serán respetados en vidas y haciendas. Si vuestra sumisión no es inmediata arrasaré Vizcaya, empezando por las industrias de guerra. Tengo medios sobrados para ello”.

Tras el bombardeo de Gernika, el embajador americano Bowles, horrorizado, señaló la intención de Mola de arrasar del mismo modo Bilbao. Hasta el alemán coronel Richthofen mantuvo reyertas con su socio Mola, obsesionado en liquidar la industria vasca y catalana, semilleros de bolcheviquismo. No mentía al asegurar que tenía medios para cumplir semejante amenaza, ya que sus aliados nazis y fascistas se los proporcionaban abundantemente. El cardenal Gomá, Primado de España, abyecto colaborador de semejante tragedia, hincado de rodillas ante Franco, con Mola y Sanjurjo convenientemente muertos, un 20 de mayo de 1939, efectuada la matanza y conseguida la victoria, entonaba: “El Señor sea siempre contigo, Él, de quien procede todo Derecho y todo Poder y bajo cuyo imperio están las cosas, te bendiga y siga protegiéndote, así como el pueblo cuyo régimen te ha sido confiado. Prenda de ello sea la bendición que te doy?”.

Extraigo estos escalofriantes textos del libro del doctor en Historia Xabier Irujo: Genocidio en Euskal Herria. 1936-1945: Iruña, Nabarralde Kultur Ekimenak, 2015, obra que a más de describir los crímenes del levantamiento y su conexión a los militarismos europeos, analiza desde el punto de vista del concepto genocidio lo acaecido en esas fechas. Según teoría de Raphael Ramkin quien determinó el vocablo, y a luz del Derecho, de la comprensión humana, o sometido a un análisis cristiano, no tienen justificación los crímenes contra la humanidad perpetuados por Mola, incluidos en el contexto de los cometidos por Mussolini, Stalin y Hitler, en aquella Europa enloquecida de principios del siglo XX y que determinaron el holocausto del pueblo judío, de Europa y el mundo. 70 millones de muertos causaron tanta execración.

Los restos de ese hombre aborrecible, cuyo regio panteón erigió el Obispado y se ha mantenido por instituciones públicas, o sea, con aporte de sus víctimas o de sus descendientes, ha continuado entre nosotros, juntos a los de Sanjurjo, otro ejemplar abominable, transcurridos ochenta años de semejante alocución y tamaña barbarie. Al margen de la política democrática de estos cuarenta años, sobreviviendo con su torpe grandeza, al nacimiento y muerte de varias generaciones. Pero no a la memoria histórica inflexible en su Justicia.

Cuando escucho a Mozart pienso que ese genio que hizo del sonido música melodiosa y que transcurridos siglos continua deleitando, al morir, fue echado a una fosa común, aunque haya un museo en su ciudad natal reivindicando su persona. Caminando por el mundo y por su ciudad, se va viendo soberbios panteones y estatuas en mármol y bronce de los militares genocidas cuyas campañas costaron miles de vidas, sufragados por las arcas públicas. Y una se pregunta hasta cuando la humanidad va a soportar semejante legado de glorificación de la guerra y de los hombres que nos han llevado a ellas tras el pendón de ideologías perturbadoras.

Hoy, mientras la guerra de Siria y los atentados yihadistas perturban la paz, en que vemos conmovidos el derrotero de las caravanas de refugiados hacia ninguna parte, los ojos aterrorizados de los niños sin futuro y de los hombres y mujeres sin presente, recordemos que eso sucedió en la España de Franco y su guerra, azuzado por estos hombres que yacen bajo semejante monumento público: 250 mil vascos se exiliaron, otros miles murieron en las cunetas, entre ellos el alcalde de Lizarra, Fortunato Agirre, a quien su mujer rescató de ser devorado por los cuervos, y en los demás, hombres y mujeres que permanecieron silentes, carentes de todo derecho, privados de todo bien aún de los propios, imputados como herejes, rojos, judeo masones, separatistas, etcétera, reos de muerte por no seguir dócilmente a los militares rebeldes quienes convertidos en salva patrias por oscuros y egoístas intereses nefandos, se apropian del Dios de todos para en su nombre cometer barbaridades. Asesinos desalmados, prevalecen en ellos, ayer y hoy, la codicia por el poder y las riquezas. Que tal mísera cosa es el meollo de tan terrible expediente.

La autora es bibliotecaria y escritora