así podemos llamar a los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede (1976 y 1979). Acuerdos que son una versión renovada del Concordato firmado en 1953 entre Franco y el Vaticano. Acuerdos que hoy siguen siendo el botín de guerra más suculento con que el régimen financia a la Iglesia católica. El año pasado la cantidad que el Estado benefició a la Iglesia se calcula en unos 15.000 millones de euros. Al mismo tiempo nuestros gobernantes daban la espalda a las personas más vulnerables, recortaban y privatizaban los servicios públicos, aumentando la pobreza y la exclusión social destruyendo la sociedad del bienestar.
A pesar de esta dramática realidad, el Estado sigue premiando religiosamente a la Iglesia por los servicios prestados, por su apoyo y colaboración antes, durante y después del alzamiento de 1936. No hay que olvidar que estos acuerdos en vigor suponen el mayor enaltecimiento que se haya hecho del franquismo y del nacionalcatolicismo por parte de la Iglesia totalitaria.
Por otra parte, es alarmante que ninguna instancia política o jurídica del país haya presentado recurso alguno contra estos acuerdos que atentan frontalmente contra la Constitución (1978) al ignorar la Declaración de Aconfesionalidad del Estado (16.3) y el Derecho a la Libertad de Conciencia del individuo (16.1).
Nuestra clase política asiste a celebraciones religiosas en nombre propio y de la ciudadanía, juran cargos ante símbolos religiosos confesionales (biblia, crucifijos, etcétera). En hospitales, universidades, cementerios, escuelas, institutos, cuarteles y ayuntamientos se celebran a diario prácticas confesionales incumpliendo el pluralismo confesional y no confesional de la ciudadanía.
Aunque la religión es una de las peores soluciones que el ser humano ha encontrado para explicar su insuficiencia existencial, éste convierte la religión en superstición y la superstición en religión para refugiarse ante los problemas cotidianos.
Si asumiésemos de forma consciente el carácter aconfesional de la Constitución y no se llevase a los hijos a clase de religión, seguro que el gobierno revisaría urgentemente los acuerdos. Si los alcaldes asumieran de forma práctica el carácter aconfesional de los ayuntamientos que representan y no asistieran a ninguna representación religiosa en “cuerpo de ciudad” la Iglesia rebajaría sus humos inquisidores. Si dejásemos de pagar con nuestros impuestos (IRPF) a la Iglesia y a las religiones que nos imponen y dedicásemos estos recursos a pagar la sanidad y las pensiones avanzaríamos hacia una sociedad más justa y equitativa.
El Estado se gasta 200 millones de euros al año en conservar un patrimonio usurpado por la Iglesia al pueblo, a través de las inmatriculaciones. Ese dinero se precisa para la conservación y mantenimiento de escuelas e institutos libres.
No más Concordatos, no más dinero público para una Iglesia inmensamente rica y poderosa gracias a su opaco “paraíso fiscal en la tierra” y a la complicidad de los poderes públicos en manos de la derecha.
Avancemos hacia una sociedad sana y respetuosa, una sociedad laica donde el poder político y el religioso no se entremezclen.
Sabemos de la influencia negativa de la Iglesia sobre la sociedad y lo difícil que será erradicarla, para ello será preciso, entre otras cosas, derogar los Acuerdos con la Santa Sede y organizar la vida pública institucional según criterios laicos, entonces caminaremos hacia el respeto, el pluralismo y la libertad individual de los seres humanos.
Al César lo que es el César.
Firman esta carta: José Ramón Urtasun, Ángel Armendáriz Bergara, César Osanz Cebrián y Jorge Flores Portillo