Psicofármacos y depresión en niños
con fecha del 17 leo en DIARIO DE NOTICIAS de Navarra un artículo acerca de la presencia de depresión en la infancia y en la adolescencia. Lo empiezo a leer contento: sé que ese estado emocional puede pasar desapercibido, debido en parte a que suele presentarse de forma diferente a como lo hace en los adultos.
Me parece muy loable que se sensibilice a la población acerca del sufrimiento, a veces silencioso, de nuestros niños. Hoy en el lenguaje coloquial se asimila depresión o depre con tristeza, no necesariamente con una enfermedad.
Sigo leyendo y veo que el especialista citado en el artículo no se refiere a un estado de ánimo que puede estar viviendo un niño, como es la tristeza. Se refiere a una auténtica enfermedad depresiva. Y da una cifra del 5 al 10% de la población pediátrica.
Acepto teóricamente la posibilidad de que un niño pueda tener lo que se llama una auténtica enfermedad mental o depresión mayor.
Una depresión mayor, una enfermedad depresiva, implica un origen biológico u orgánico de la enfermedad y, alineado con ello, un tratamiento farmacológico.
Después de más de treinta años de experiencia, sé que la inmensa mayoría de los problemas de este tipo tiene que ver con dificultades y conflictos que nada tienen que ver con la presencia de una enfermedad mental de este tipo. Me parece disparatado el concluir que ese tipo de proporción de la población infanto-juvenil lo tiene. Solo encuentro una forma de llegar a esa conclusión. Esa forma consiste en que el investigador haga un estudio casi zoológico de la persona con sufrimiento, obvie el estudio de las dinámicas familiares presentes, rechace el arduo camino de tratar de entender el mundo emocional del que acude con sufrimiento, se limite a cuantificar síntomas y a ver si entran en los parámetros diagnósticos de la clasificación internacional de enfermedades (DSM). Quien hace eso ha dado ya, sin darse cuenta frecuentemente, un gran salto: ha decidido a priori que está ante una enfermedad mental y está dedicándose simplemente a clasificarla.
“No se encuentra lo que no se sospecha”. Los profesionales que no sospechan conflictos familiares, conflictos con la identidad, el miedo a crecer, el dolor de un duelo familiar no cerrado, la soledad, el estar siendo maltratado por compañeros o hermanos, etcétera, no los encuentran. Simplemente se dedican a ver en qué enfermedad mental encaja.
Cuando ponemos un diagnóstico psiquiátrico, colocamos un cartel de enfermedad mental. Lo propio ante ello es asignarle la medicación correspondiente. Si ponemos una medicación, estamos diciendo implícitamente a la persona que él no puede elaborar sus problemas y resolverlos, tratando de entenderlos, llorarlos y superarlos. De la misma forma, se lo estamos diciendo a su familia. Ellos no tienen nada que ver con el problema del niño porque es simplemente un enfermo. Se lo ponemos fácil (no tienen que pensar en lo que les está pasando) y difícil (no ayudan a quien quieren).
Todas las escuelas de terapia familiar, todos los psicólogos bien formados saben que en el niño y el adolescente es frecuentemente un síntoma que tiene que ver con problemas familiares. Naturalmente, la cadena se rompe por el eslabón más débil.
Psiquiatrizando el problema y farmacologizando la solución, perdemos, además, un tiempo precioso. Perdemos un tiempo para trabajar los problemas emocionales que volverán a surgir, muchos años después, en la edad adulta.
Tenemos ya el ejemplo el diagnóstico hiperactividad en los niños que han sido hiperdiagnosticados durante años y tratados con el correspondiente fármaco. Estamos asistiendo a una crítica de ese tipo de respuesta desde diferentes niveles profesionales y de usuarios.
Y buena parte de lo que ocurre con los niños ocurre con los adultos. Afortunadamente, ya se van viendo indicios en el abordaje de la salud mental de que no todo sufrimiento emocional lo resuelve una pastilla. Pastilla, que los laboratorios promocionan muy interesadamente. Es terrible ver cómo algunos profesionales de la salud mental que critican la “farmacologización”, están metidos en una cultura institucional y en una demanda, que les hace muy difícil hacer lo que consideran lo mejor para el paciente.
El autor es psiquiatra