Apareció al doblar la rotonda. La muchacha estaba de pie en el arcén, en una zona alejada del alcance de las luces de las farolas. A pesar de la lenta velocidad del coche fue un visto y no visto. Tenía el brazo derecho levantado, pulgar apuntando al cielo y, me pareció, algunos bultos a su lado. Mal sitio para hacer autoestop, inapropiado para que un vehículo se detenga. Si, como la chica de la leyenda urbana, perseguía dar un aviso a algún conductor despistado para evitar un seguro accidente, eligió un mal tramo; si trataba de encontrar a alguien que la llevara a su destino, se equivocó de lugar. Las viejas normas del autoestopista aconsejaban hacerlo en una zona visible para el conductor, con margen para echar un vistazo a las pintas del transeúnte y con espacio para detener el coche. Pero hacer dedo es un uso que ha pasado a la historia, un anacronismo, mitad por las facilidades para viajar hoy a cualquier precio (incluido el Blablacar), mitad por la desconfianza a todo lo desconocido, circule en coche, a pie o en bicicleta. Los autoestopistas hace tiempo que desaparecieron del paisaje de las carreteras. De las chicas de la curva, de ese fantasma protector de automovilistas, tampoco hemos vuelto a tener noticias. Hasta ayer.
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