Antes que nada convendría explicar en qué consiste lo que aparentemente pudiera parecer el diagnóstico de una nueva enfermedad cuyo historial, lejos de la rabiosa actualidad con la que cuenta, no consiste sino en la derivada presente del tradicional concepto de la demagogia. Demagogia que Hartmann definiera como aquella trampa en la que la ingenuidad ciudadana cae cuando cree a pies juntillas en la artimaña por la que “se dice a la multitud lo que ella quiere oír, se le atrae al partido pero entonces se hace lo que incluso ella rechazaría”, estando todo ello acompañado mediante la argucia de una hipertrofia, exagerado desarrollo de un órgano o actitud, del hecho coprolálico, etimológicamente procedente del griego kopros (excremento) y laleo (hablar), consistente, ni más ni menos, en el uso de un lenguaje soez, vulgar, propio según la psicología de algunas manifestaciones maníacas. El caso es que esta última actitud suena como conveniente en algunos de los innegables éxitos de la clase política a nivel global en cuya punta de lanza se encuentran los actuales máximos dirigentes de algunos países como Filipinas o Venezuela, como así también del recientemente electo presidente norteamericano. Todos ellos bajo el común denominador de contar con prototípicos representantes de un perfil ciertamente maniaco. Seguro que en el tintero me dejo a más de uno, no tan lejanos como quisiéramos creer, pero para muestra bien vale un botón, que en el caso del último de ellos, Donald Trump, y para mayor abundamiento, viene a ser confirmado debido al importante papel desarrollado por las habladurías en medios de comunicación y redes sociales de la denominada era de la posverdad.
En este sentido cabe señalar como para Nicolai Hartmann (el filósofo alemán nacido en Riga, maestro de entre otros muchos destacados de nuestro Xavier Zubiri, al que diera clases en 1931), siguiendo en esto a Heidegger cuando afirma de las mismas habladurías estar al alcance de cualquiera, termina por confirmar “el que el parlotear acerca de una cosa es el modo más simple de despacharla, sin apropiársela.” Es, por tanto, la clase de discurso abierto que lo mismo sirve para un cosido que para un zurcido, con el que un renombrado populismo se hace con las voluntades que legitimen su poder, pero es también el procedimiento tertuliano por el cual los medios de comunicación llenan en aras a la audiencia el auténtico horror vacui que supondría no tener nada con que colmar su tiempo de emisión. Aún más, en la teoría sociobiológica la importancia del chismorreo pasa por constituir uno de los puntales básicos por el que llega a explicarse la génesis de la sociabilidad. Por ejemplo en Wilson cuando afirma: “Los cotilleos, el culto a los famosos, las biografías, las novelas, las historias de guerra y los deportes constituyen la cultura moderna porque el interés intenso, incluso obsesivo, en los otros siempre ha mejorado la supervivencia de los individuos y los grupos. Nos volcamos a las historias porque así es como funciona la mente: un merodeo interminable a través de situaciones pasadas y situaciones futuras alternativas.” Y un historiador de moda como el israelí Yuval Noah Harari no tiene ningún reparo en participar de la misma argumentación cuando de nuevo ratifica el que “pensar desde el punto de vista histórico significa adscribir poder real a los contenidos de nuestros relatos imaginados”. Para más adelante continuar con la misma reflexión: “Los humanos creen que son ellos quienes hacen la historia, pero en realidad la historia gira alrededor de esta red de relatos de ficción. Las capacidades básicas de los individuos no han cambiado mucho desde la Edad de Piedra. Pero la red de relatos ha ido ganando en fuerza, y de esta manera ha empujado a la historia desde la Edad de Piedra hasta la Edad de Silicio”.
Ahora bien en todo ello cabe más de una matización, y ante todo la pregunta sobre qué es lo que hace que un bulo consiga el suficiente arraigo en la colectividad como para darle el triunfo al demagogo. La respuesta que da Hartmann es ciertamente preocupante. La conveniente de éste, dada su banalidad, su hasta cierto punto condición de hecho prescindible, es que muy a pesar de la sospecha de manipulación siempre queda el poso de que tal vez haya algo de verdad en el fondo de lo que se dice. Esto es una predisposición a la creencia. En sus palabras: “Pues bien, hay en todo tiempo un sentimiento viviente de que en algún sitio, en el trasfondo de la opinión pública, de los hechos sensacionales y de las habladurías, hay algo que es auténtico, y que en realidad se trata únicamente de eso.” Más aún si cabe cuando el hecho en sí mismo pasa a papel y adopta la forma de falsificación documental, bien se trate de la donación de Constantino, concediendo a los papas el dominio sobre Europa, del ejemplo dado por Yuval Noah Harari; o el más cercano de las razones especulativas basadas en la mentira que dieran lugar a las bulas papales que justificaran la conquista de nuestro reino por el castellano, pormenorizadamente analizadas por el hermano capuchino Tarsicio de Azcona. La utilidad histórica de la mentira como relato que da origen a una nueva realidad quedaría así suficientemente demostrada. Y no sé a cuento de qué viene tanto rasgarse las vestiduras de parte de nuestra clase política ante las creativas invenciones, por poner un ejemplo, sabinianas. La ventaja del ser creativo precisamente se basa en una ruptura con lo pasado, aunque encuentre su inspiración en él, como fuera el caso, que no en su determinismo continuista, puesto que tal y como Hartmann afirmara del principio espiritual por el que se rige la creación, ampliando las miras: “El hombre es en el mundo y para el mundo también un principio creador [...] El ser personal es creador junto con el mundo, del mundo”.
La mentira es útil, no obstante, para la política puesto que en ella en modo alguno se trata de dar con la verdad. Esto parece olvidarse con cierta frecuencia. La política trata de cuestiones mucho más prosaicas que las alentadas por el halo de idealismo que mueve al hombre en su participación. Aunque nunca debiéramos olvidar los consejos del filósofo alemán cuando sentencia el que: “la política con una dirección determinada es siempre reacción de la comunidad institucionalizada frente a una situación por la que está afectada” y que los intereses del político deben ser, en todo caso, los de dicha comunidad, “pues la política justamente no es nunca cosa de un individuo, aun cuando la ejerza un gobernante particular.”
El autor es escritor