Vuelven Olentzero y los Reyes Magos a traernos un montón de juguetes sexistas, y volvemos a caernos de un guindo preguntándonos por qué ellas prefieren muñecas y ellos balones. Pues porque sus gustos ya han sido modelados en casa, en la escuela, en el parque, con amigas, vecinos y familiares, y ya han asumido que salirse de esa normalidad supondrá decepción, extrañeza o hasta burla. ¿De verdad un niño tiene la misma libertad y recibe el mismo respeto si sale al parque a jugar con un balón o con una muñeca? Ya sabemos que no.
Si escribo esta carta es porque me molesta que, siendo tan obvio el adoctrinamiento sexista que se ejerce sobre niños y niñas desde la cuna, haya quienes -en un artículo de su periódico- se aferren a estudios en monos Rhesus para demostrarnos una supuesta inclinación innata que otorgue bendición científica a esta desigualdad tan forzosa. Pues bien, estos experimentos que pretendían demostrarnos preferencias masculinas y femeninas diferentes ya han recibido desde su publicación un alud de críticas tanto al método empleado como a las conclusiones. Y lo más curioso de todo es que no desmienten una verdad básica: que las capacidades y gustos de cada persona no tienen que ser las mismas que el grupo de referencia a las que le hagamos pertenecer. Por eso hubo monos masculinos que prefirieron los juguetes supuestamente femeninos, y hubo monas que se quedaron con la pelota (muy masculina, según ese estudio).
Seguimos cultivando el sexismo desde la más tierna infancia, y aunque cambien los códigos y hablemos de igualdad, lo seguimos haciendo desde un sexismo aprendido que cuesta deconstruir. Puede que muchas personas se sientan cómodas jugando al género que les ha tocado; pero no podemos olvidar que estamos ignorando, limitando o rechazando a aquellas otras que no. Y estamos imponiendo formas de ser que anulan a menudo capacidades que creemos propias del otro género. Por eso, aunque abunden las teorías que traten de justificar sexismos -lo mismo que hace un siglo estuvo de moda demostrar diferencias entre blancos y negros que ya nadie financiaría ni publicaría-, lo que debería preocuparnos es por qué nos cuesta tanto jugar a la igualdad: poner en valor lo que nos une en vez de lo que nos diferencia como individuos. Nada de esto aprendemos haciendo el mono y haciendo la mona.