ocas cosas son más humanas que querer conocer el futuro. Y no por curiosidad, que también, sino por seguridad y hasta supervivencia. La historia más antigua y la mitología están llenas de ejemplos de adivinos, oráculos, pitonisas o brujos que se ganaban (muy bien) la vida con sus pronósticos y vaticinios. En Grecia y Roma eran incluso parte cardinal de las religiones. Una pseudociencia que ha llegado incluso a nuestros días -por ejemplo, Jordi Pujol jamás tomaba una decisión importante sin consultar a su adiviña da cabeceira, la bruja Adelina, que seguramente, la muy torpe, no le previno de que se iban a destapar todas sus golferías-.

El caso es que en estos tiempos de incertidumbre y desazón, todos preguntamos a los oráculos sobre el futuro más o menos cercano. Y no a esa panda de tramposos embaucadores, sino a los científicos, los únicos capaces de predecir de verdad. Pero, claro, ellos comienzan siempre explicando que sus previsiones solo valen cuando tienen los datos suficientes y cuando esos datos son manejables.

¿Hasta dónde llegará la onda expansiva de la pandemia del coronavirus? ¿Y cuánto durará? ¿Será un infausto recuerdo de 2020, como la gripe española de 1918, o ha venido para quedarse, como la gripe de cada invierno? ¿Y, en ese caso, dejará de ser tan mortal, como se logró con el sida? ¿O no será una más, y no la más temible, de las enfermedades víricas que han de llegar cada vez con más frecuencia?

Demasiadas incógnitas en una misma ecuación. Pero, eso que no falte, con mucho ruido de fondo, de esas autoridades que, con poca más información fiable que la gente de a pie, andan haciendo planes para mayo o junio, como si esta bestia se fuera a retirar de un día para otro y a devolverles intactos su poder y su tranquilidad.

A ésos, sin bola de cristal ni nada, sí que podemos predecirles, parafraseando al poeta, que después de semejante sacudida el mundo quizás siga igual, pero nosotros, los de entonces, ya no seremos los mismos.