as cosas han cambiado en estos días de reclusión. Hace un mes teníamos urgencias para las que no bastaban las veinticuatro horas del día. Corríamos, en un sinvivir, a los numerosos recados de la vida familiar, social y laboral cotidiana. Nos acostábamos todos, cada quien en su afán, con la sensación de tener tantas cosas pendientes que, a veces, el sueño, bálsamo reparador, se agrietaba dejándonos vigilantes. No eran cosas nimias las que cada quien mantenía como obligación, pero ahora resulta que no las podemos realizar y la vida continúa su ritmo: cada mañana sale el sol y cada tarde se acuesta en nuestro horizonte; han hecho días soleados y grises, fríos y cálidos, incluso ha nevado en este inicio de primavera, cosa que no hizo en la medida de nuestros deseos en el invierno que se nos fue.
El cielo de Altzuza está tan celeste como cuando llegamos a vivir a Eguesibar hace casi medio siglo. No hay estelas de aviones en el cielo, aunque los manzanos, peros y ciruelos han florecido y se escucha el cantar de los pájaros gozosos, los únicos que rompen ese poderoso y absoluto silencio que se mantiene sobre nosotros, cada quien aislado en la parcela de su hogar, con temor a dar vía libre a un virus hiper activo y agresivo que amenaza mermar nuestra salud o terminar con nuestra vida. Y la de nuestra familia. Y la de los demás. A todos los que amamos y conforman nuestra comunidad global.
Hay tiempo de reflexionar sobre los sucesos que nos cercan: los muertos que lloramos y enterramos en solitario, los enfermos para los que suplicamos restablecimiento, los excelentes equipos sanitarios volcados en su tarea de reanimación, bomberos y agentes policiales, farmacias y mercados que cumplen sus funciones para un público que utiliza y agradece sus servicios indispensables; la prensa que puntualmente nos informa y entretiene como este DIARIO DE NOTICIAS. En las empresas, grandes y pequeñas, que deben cerrar o restringir pedidos, cuando no anularlos, motor de nuestra economía y cuyo cierre puede llevarnos a la penuria económica, y en las que ha prevalecido el reto de la supervivencia como primera emergencia. Para todos deseamos resistencia.
Nada sera igual tras este cataclismo. Estamos amenazados por un enemigo potente en su afán destructivo, y hemos advertido que somos fuertes si nos determinamos en la acción de sobrevivir no solo físicamente sino moralmente. Que vale la pena pasar el tiempo leyendo un libro, oyendo el balbuceo de un bebé o participando, sea por vía cibernética, de la charla de un/una adolescente o de la oratoria de los/las ancianos. Que la música nos calma el corazón atribulado. Que la mañana, la tarde y la noche son largas, pero que en ellas, rescatadas del olvido en que estaban, hay melodía a la esperanza.
Sobreviviremos a la pandemia. Hemos sido solidarios refugiándonos en la soledad, situación que más puede aterrar a la especie gregaria que somos, porque puede bastar una mirada, una voz en la lejanía, un aplauso en un balcón, el toque de una corneta, para sentirnos parte de algo tan importante y solidario como es la ocupación de mantener la salud de uno mismo y de los demás.
Relataba el otro día, porque los recuerdos fluyen por la edad y la enclaustración, de la epidemia de polio que sufrí en mi infancia en Montevideo. Recuerdo la sensación de impotencia: no podíamos calibrar al enemigo en la oscuridad del desconocimiento. No sabíamos cuándo íbamos a caer enfermos, ni cómo nos recobraríamos de ese mal si quedándonos tullidos en el mejor de los casos. Rezábamos para que eso no sucediera, pero no era una oración personal sino colectiva: no queríamos para nadie semejante dolor. Cada niño que llevaban al campo santo era como si nos arrastrara con él al vacío. Perdíamos una parte de la risa, un tercio de la inocencia. Cerrábamos el capítulo de un libro interminable.
Algo nos quedó de aquella reclusión de aquel tiempo, y que espero resulte en la de este tiempo: una cierta sensación de poder. En el período de aquella peste truculenta, silenciosa y desconocida, habíamos avistado a la estrella del sur, cercana al Polo sur, el continente helado e impreciso que marcaba el final del mundo. De repente, un día entre los días, arreciando el vigoroso viento pampero, comenzamos a resurgir para rehacer nuestro futuro. El de todos por igual. Habíamos transitado por caminos de hielo y de repente nos entró el calor de la fortaleza, el vigor de la resurrección. Observamos la Estrella del sur como una brújula, la que orientó a los avezados capitanes de la ruta del extremo del mundo comandando derroteros nuevos.
Nos volvimos fuertes. La experiencia nos cercenó la impaciencia, nos aumentó la tolerancia. Nos volvió capaces de enfrentarnos ante lo importante y calibrar la necedad. Quizá de esta pandemia global aprenderemos el significado de la moderación y de la comunicación. De la innovación y atención a los problemas ecológicos. Que de tanto mirar a lo alto de nuestras jactancias nos hemos olvidemos que somos criaturas frágiles de la tierra frágil que habitamos.
La autora es bibliotecaria y escritora