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Recursos humanos

La máquina de coser

engo una Singer que es un tesoro. El 25 de septiembre de 1926, mi abuela pagó por ella cuatrocientas veinticinco pesetas. Así consta en el título de propiedad que acompaña a la máquina y que registra su número de bastidor, documento que guardo en una cajita junto con piezas y repuestos que nunca se han usado y una cartulina que asegura en elegante cursiva que la poseedora tenía derecho a recibir quince clases prácticas de una hora de duración. La máquina va para los cien y cose fenomenal. Lo de Singer, cantante en inglés, podría parecer un rasgo de humor del fabricante, porque no canta, es una matraca ruidosa cuando se escucha y adictiva cuando te pones al pedal, te mete el ritmo en el cuerpo y allá que vas como un ferrocarril por el Medio Oeste, sin límites y dejando atrás a los bandidos que cabalgan extenuando a los caballos, pero responde a su nombre real, Isaac Merritt Singer, que murió nueve años antes de nacer mi abuela. Don Isaac se hizo de oro y todo le haría falta, porque leo que su desafuero sexual le granjeó veinticuatro retoños y la negativa de crédito de algunos bancos críticos con su comportamiento disoluto. Pero vuelvo a la máquina. La abuela soltaba las prendas viejas para copiar el patrón y hacer otras, mi madre aprendió a coser y fue una modista notable. Yo solo sé hacer costuras rectas o curvas abiertas y además tengo poca paciencia con los objetos y procedimientos, pero me basta. Estos días, cuando me canso del ordenador o la lectura, me voy a la máquina y coso retales. Cataclón, cataclón, cataclón, el ruido de la Singer es un clásico, los vecinos estarán contentos mientras combino colores y estampados y me dan elementales subidoncillos que son de agradecer.