En tiempos más comunes y anodinos que los actuales, cuando lo que uno hacía lo que le venía en gana y pagaba las consecuencias de sus actos, la fórmula era casi infalible: el secreto para tener buena salud era que el cuerpo se agitase y que la mente reposase.

Es curioso, hoy cuando una amenaza indefinida se cierne sobre nuestra salud resulta que no es bueno menearse de acá para allá y uno tampoco puede dejar de pensar en cuánto durará este invasión de los virus: el orgánico que todos conocemos y ese otro que ataca a los débiles de entendederas. No llegas a relajarte. Justo lo contrario de lo que sonaba como natural. Una mirada matemática a la realidad confirma lo que acabo de comentar.

Resulta que el número de contagios ha subido en parecida proporción a la que ha descendido la edad de los nuevos afectados. Ya no se trata solo de quienes tienen menos barreras físicas para contener la llegada de las olas víricas, sino de quienes juegan a la ruleta rusa, quienes se sienten inmortales, una cualidad juvenil que se encarga de corregir el paso del tiempo. Visto el tramo de edad más afectado estos días casi se diría que se comparten virus como se comparten litros. Un macabro botellón. O como se llame ahora. Los telegramas negros de urgencias de los hospitales confirman esa idea.

La gravedad de los ingresados (los ingresos mismos, en realidad...) han descendido. Son cuerpos fuertes y sanos, claro, los contagiados. El problema es el mismo que el de la ruleta rusa. Yo, con mis 19 años ¡qué más quisiera! gasto un ¡clic! del tambor del revólver. Hay cinco agujeros vacíos y uno cargado con una bala. ¡Bah!, libro. Soy un tipo duro. Pero a la vez soy un arma de transmisión masiva. Y así, pasando la pistola a otro y a otro más, volverán a llenarse las UCI y los ataúdes. Verás qué divertida va a ser la próxima sentada.