ada vez que el Gobierno, el que sea, anuncia nuevas medidas en el ámbito de la pandemia del coronavirus mi confianza baja un escalón. Y lo que casi es peor, cada vez que nos anuncian el principio del fin de la pandemia -ayer lo hizo Sánchez- mi sistema de alerta pone en marcha nuevas dosis de desconfianza. Conforme han ido pasando los meses, medidas y discursos, llamamientos y órdenes, las valoraciones -del optimismo al pesimismo y viceversa- y las recomendaciones -unas y las contrarias- han ido saltando de una esquina a otra. Las contradicciones han dejado un rastro fácil en las hemerotecas. Mi convicción ciudadana de que se están tomando las mejores decisiones posibles sigue aún por encima de las evidentes disfunciones que unos mensajes y decisiones y otras han dejado en el tiempo. Pero la distancia entre el civismo y la desconfianza se va acortando. Ya casi todo me parece cada más difícil de entender. Los horarios de hostelería, las aperturas selectivas de las terrazas -que excluyen a cientos de negocios sin posibilidad alguna de volver al trabajo de nuevo-, las confusas referencias a la Navidad que viene, el barullo entre convivientes y no convivientes o el abismo sanitario que diferencia a una mesa con seis en lugar de siete personas -u ocho, no sé- en una cena de Nochebuena. Vale lo mismo para el mundo escolar, universitario, los parques infantiles, el comercio, el teletrabajo y casi todo lo que es anormalmente normal ahora en nuestra vida diaria. Por dudar, ya dudo también sobre lo que hasta ahora era claro: las distancias, los geles, las mascarillas o la ansiada vacuna. Hay de todo tipo, duración, costes, lavados, modelos, composición química, ofertas... Toda esa mezcla no puede ser buena a futuro. Los datos y las cifras cambiantes no dejan de estar sujetos a sumas, restas y cálculos subjetivos, cuando no directamente inducidos. Se repiten cada día. La comunicación oficial -ya casi solo propaganda política- es hoy la misma que hace ocho meses, cuando irrumpió el coronavirus. Muchos de esos mensajes hoy suenan ridículos. Y en horas se encienden las luces navideñas como si la no normalidad en que estamos instalados desde primavera fuera una irrealidad más de nuestra nueva vida. Si algo me ha enseñado la vida es que, aunque pasa por el tiempo muy rápido, es muy larga en su existencia. No me preocupa mucho eso. Me inquieta reflexionar sobre si lo que estamos haciendo y hemos hecho es realmente lo necesario. O si hemos optado por lo fácil, el trazo grueso y una pose general, no sólo de la política, sino del conjunto de la sociedad, de aprobar y asumir unas medidas que nos sirven para eludir más responsabilidades que las imprescindibles y sentirnos cómodos con nosotros mismos. Porque lo único que sigue aquí cada día, en familias, barrios, entonos sociales y de trabajo, es la muerte. Los contagios y la tasa de positividad, la presión sanitaria y la atención médica general ofrecen -parece, al menos- mejores números. Pero los fallecimientos por coronavirus amplían la estadística mortal de la covid-19 cada día y más allá de buenas palabras, repetitivas llamadas a la prudencia, exigencia de responsabilidad y amenazas de más dureza, en esto también la segunda ola difiere muy poco de la primera.