mpieza otro año y pienso en el tiempo. Hace frío, nieva, es invierno. Pero yo me refiero al paso del tiempo. El implacable. Porque el tiempo pasa. Es lo suyo. Y si tienes una cierta edad, como yo, te acuerdas de cosas que ya no existen. Recuerdo haberme escondido en un armario, tal día como hoy. En la casa de mis abuelos. No quería que el tiempo pasara, supongo. Recuerdo hasta el olor a naftalina y a abrigos de paño que había allí. Pero ya no existen aquellos abrigos. Ni sus dueños. Ni el armario. Ni siquiera la casa. A veces, soñamos con que el tiempo no pase. Con volver atrás. Pero no se vuelve a nada. ¿No existe ya camino que me lleve al pasado?, se preguntaba Hölderlin. El tiempo no es conservador. Se aleja del pasado. Y cada vez a mayor velocidad. En cierto modo, todos nosotros somos más o menos conservadores. Nos gusta retener las cosas, las imágenes, las palabras. Pero el tiempo nos empuja hacia lo desconocido. Los muy conservadores están condenados a ver cómo el paso del tiempo lo va dejando todo atrás: ideas, costumbres y personas. Eso es vivir. Intentar adaptarse. No sé por qué, pero de pronto, me viene a la cabeza Salvador Illa. El aún ministro de Sanidad. En mi memoria, su busto quedará asociado a este tenso paréntesis. Qué tío. A mí me deja perplejo. Con esa cara de palo y esas gafas. Un estoico vestido de funcionario. Imperturbable hasta la exasperación. Comprendo que la gente del PP lo odie. Me quedaba mirándolo cuando hablaba. No por lo que decía, porque, ¿qué iba a decir? Sino por su rara índole. Por sus formas. Por su aguante. No se le ha movido ni un pelo. Parece de otra época. Ahora se llevan los políticos obsesionados con su aspecto, la sonrisa impostada, la americana ceñidita: figurines cagatuits modelados al gusto de las redes. Este Illa llama la atención por lo contrario. En fin, lo bueno que tiene el paso del tiempo es que llegas a ver la facilidad con que tu mundo desaparece y nace otro.