ives en un país en el que ha muerto ya una persona de cada 616 (y bajando demasiado deprisa) por el coronavirus. Y en la que ha muerto una de cada 44 personas que se ha contagiado (y subiendo demasiado despacio). Y, sin embargo, cuando te ofrecen la vacuna de AstraZeneca la rechazas porque una de cada 150.000 personas que la han recibido ha sufrido trombos (y en muchos casos, sin consecuencias mortales).

En fin, déjame adivinar: tú, de matemáticas, peor que Manolito, el de Mafalda, que llevaba chanclas para verse los dedos de los pies y poder contar hasta 20.

Y de cálculo de probabilidades, y ya que hablamos de Manolito, como ésos que hacen colas de varias horas para comprar la lotería en Doña Manolita, porque ahí "toca más".

Eso sí, lo compensas más que de sobra con el pesimismo con el que vas por la vida, convencido de que eres el gafe del chiste, que se sentó en el pajar y se clavó la aguja.

Vivimos en un mundo en el que todo, absolutamente todo, lo que hacemos y no hacemos tiene efectos secundarios. Pero, no sé bien por qué motivos, rebajamos con alegría y hasta temeridad las altas posibilidades de algunos y elevamos hasta la paranoia los de otros mucho menos probables. Como dice otro chiste que circula por ahí: "No me voy a poner la AstraZeneca, porque no tiene garantías sanitarias, y pásame ese hachís que ha traído un tipo escondido en el culo".

Y es que hay tantos ejemplos de riesgos cotidianos mucho mayores que el de esa vacuna que no sé ni por donde empezar. Quizás por lo más obvio: tienen muchos más riesgos los medicamentos más habituales; o montarse en un coche; o bañarse en verano.

Pero, bueno, tampoco hay que lamentarse mucho por estas reacciones irracionales de la gente. Por el conocido efecto Premios Darwin -cada imbécil que muere prematuramente mejora la media de la inteligencia de los que quedan vivos-, entre quienes rechazan la vacuna de AstraZeneca se morirá uno de cada 616 (y bajando deprisa) y uno de cada 44 contagiados (y subiendo despacio), y saldremos de ésta un poco más listos.

Rebajamos con alegría y hasta temeridad las altas posibilidades de algunos efectos secundarios y elevamos hasta la paranoia los de otros mucho menos probables