ay historias que parecen sacadas de una película pero que son de carne y hueso. Tan reales como las bombas que ayer cayeron sobre varios distritos residenciales de Jarkov en la quinta jornada de la guerra de Ucrania. Hablo de las conmovedoras escenas que ayer vimos en la estación de Lviv . Familias divididas que se despiden del cabeza de familia, desgarradoras imágenes en las que no faltan abrazos y besos, padres jugando con los niños tratando de ocultar el dolor. Miles de personas tratan de huir desesperadamente de Kiev y las estaciones se han convertido en verdaderos campos de desplazados. Algunas familias admiten haber tenido que dejar a sus padres escondidos en un rincón de casa. ACNUR cifraba ayer en 422.000 los refugiados huidos debido a la invasión rusa, principalmente a Polonia, Hungría, Moldavia y Rumanía. Historias como la de Nadvia, Roman y su hijo Artem, de pocos meses de edad, que escuchábamos ayer en la SER. Ella se traslada a Polonia junto con el niño. Él, en cambio, se quedó en Ucrania: “No me queda otro remedio, me tengo que quedar a defender Kiev”. Conseguir un billete para cruzar la frontera no resulta fácil. Sólo hay plazas para mujeres y niños que, además, duermen en los andenes esperando su turno. Coger sitio en el tren que lleva a la estación es una odisea. Las carreteras están colapsadas y el viaje dura 24 horas. “Todavía no he tenido tiempo de llorar”, aseguraba una refugiada tras llegar a Polonia. Pero al menos pudo llegar. No tuvieron la misma suerte los refugiados sirios, afganos o iraquíes a los que Europa cerró la puerta.
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