iré con Rodrigo Fresán, que una guerra no tiene ninguna estructura comprensible a no ser que se vea desde lejos, y mucho tiempo después, una vez que ha terminado.

Vaya por delante que lo que sigue no pretende justificar nada. Nada. A lo sumo, compartir mis contradicciones. Porque de mis certezas apenas quedan los mástiles rotos de una fe en bancarrota. Y no sé como escribir, sin excusarme por ello, que esta guerra es la guerra que otros quieren que sea. Incluso el relato emocional, el del miedo, la compasión, el dolor y la pena y hasta el de la mala hostia, es lo que otros quieren que sea. Digamos que esta es nuestra guerra porque la sufre gente que podíamos ser nosotros mismos. Pero ese nosotros, en primera del plural, se conjuga diferente que en Siria, Irak o Afganistán. Lo siento. Pero huele a hipocresía. Y esto no mitiga las responsabilidades, de un lado y de otro, ni obvia las sangres derramadas.

Lo decía una periodista española muy emocionada desde la frontera entre Polonia y Ucrania; que ella misma, todos nosotros, podíamos ser como esa mujer ucraniana que sollozaba con un bebé en brazos. También la CBC News echaba mano de esa emocionalidad de la primera del plural: "Esto no es como Irak o Afganistán, esto es Ucrania, un lugar civilizado, estamos hablando de europeos, que andan en coches como los nuestros". Ese "como los nuestros" me sonó a ese tipo de excusas que a veces te dan escalofríos. Porque ahí anida el racismo. Y es que ese mismo día, mientras las fronteras de Europa se abrían de par en par a los miles de refugiados ucranianos, como no podía ser menos, por la valla de Melilla trataron de entrar 1200 personas. Solo 380 lo lograron porque la policía española se empleó a fondo para cerrar esta frontera a otros refugiados; negros, que no huyen de una guerra como dios manda, o peor, que no usan coches como los nuestros.