on los precios del combustible por las nubes, con el gasto en la cesta de la compra disparado, con la inflación escalando a los cuatro dígitos (con decimales), con el anuncio de que alojamiento y hostelería son más caros, con los efectos de esta guerra económica que amenaza con dejar nuestras finanzas en los huesos, con todo esto (o por todo esto) nos ponemos el futuro por montera y recibimos los días de Semana Santa como la oportunidad de exprimir la parte buena de la vida. La gente busca destinos, llena los vuelos que salen de Noáin y los analistas apuntan que, por término medio, estamos dispuestos a gastar en estos días un 47% más que el pasado año. Es la respuesta visceral a todo lo que nos está ocurriendo: Carpe diem. Mientras nuestro futuro lo escriban los poderes económicos y políticos (por este orden), la respuesta de quienes disponen de medios para hacerlo es vivir el momento, intentar disfrutar, no meter los problemas en el maletero y darse una tregua. Alguien replicará que no es lo más inteligente en esta tesitura y quizá tenga razón. Pero después de estos dramáticos dos años en los que se suceden las malas noticias nos merecemos darle una alegría al cuerpo. Y eso no tiene precio.