levaba dos semanas esperando la noticia que presentaron el pasado jueves, esa imagen del agujero negro central de nuestra galaxia, un objeto de cuatro millones de veces la masa del Sol tan denso que ni siquiera la luz puede escapar cuando se acerca demasiado. A su alrededor la luz se queda en órbita y escapa a veces: eso se ha podido captar gracias a varios radiotelescopios en diversas partes del mundo, al trabajo de 300 personas durante cinco años. Se parecía a la imagen de otro agujero negro, la primera, obtenida con el mismo método hace 3 años, en el centro de una galaxia mucho más lejana, pero que se vio más fácilmente porque es miles de veces más masivo y está además mucho más activo, atrayendo constantemente masa que cae a ese pozo sin fondo conocido fuera del alcance de los que estamos a este lado del universo. También se parece a lo que las teorías de la física dibujan cuando se piensa en un agujero negro supermasivo que está dando vueltas rápidamente y sobre el que cae materia que se va desgajando y calentando de manera salvaje. Y lo habíamos visto también en el cine, como ficción animada.

Pero lo que hemos visto ahora es real. Está ahí y el ingenio humano ha conseguido obtener esa imagen que durante casi un siglo se pensó imposible. Como cuando en 2016 se detectaron las ondas gravitacionales por primera vez (por cierto, producidas en la fusión de dos agujeros negros). Sabemos que estas bestias provocan sorpresas y noticias que trascienden los lugares donde se quedan las cosas de la ciencia normalmente. Pero la nueva ciencia, como esta que nos desvela los secretos de los agujeros negros, con colaboraciones internacionales, multitudinarias, largas en el tiempo y multidisciplinares, es así de poderosa. Ojalá se consiguiera igual atención a la hora de evitar la catástrofe climática.