a regresado de nuevo a nuestras vidas la entrañable y nunca lo suficientemente valorada figura del turista norteamericano al que una vaca, vaquilla, toro o perro pequeño con patas bajas le pega un puntazo u similar en uno de los setecientos treinta y tres mil doce eventos taurinos programados de mayo a octubre en Navarra y se marcha a Wichita “agradecido” a la sanidad, al paisanaje, a todo el mundo en general y que promete volver en cuanto se recupere. El último ha sido un peregrino yankee al que el camino le deparó un festejo de vacas en Los Arcos -Les Arcs, de infausto recuerdo para nuestro gran Indu-, el pueblo de mi colega Cuchufo. El caso es que la vaca no se anduvo con hostias ni miramientos y de todos los seres humanos presentes en la soltada fue a parar precisamente al que más le iba a joder los planes: el peregrino, que había cruzado el océano -que ya es cruzar- para ir del punto A al punto B y en el trayecto vivir muchas experiencias se tuvo que volver a su aldea por haberse metido muy en el papel y querer empaparse de toda cuanta experiencia local se fuera a encontrar, con pésimos resultados. No creo que sea el último de esta temporada, ni mucho menos, puesto que ahora que lo peor de la pandemia parece haber pasado vamos dando la bienvenida de nuevo a estas, con todos los respetos, epidemias locales que conforman las ricas tradiciones de nuestra tierra. En el mismo encierro, por cierto, una bajera mal cerrada o un despiste o yo qué sé llevó a que esa misma vaca u otra entrase en un recinto y le pegase un buen meneo a un vecino de Los Arcos, al que, al igual que al estadounidense, por supuesto deseamos la mejor de las recuperaciones y cuanto antes. El caso es que ya ha comenzado la función y tras dos años de ausencia regresan las fotos de camas de hospital con un, casi siempre, tipo ufano tumbado y un “yo es que lo llevo en la sangre”.