La situación política en Catalunya no pinta bien. Más bien, pinta mal. Las diferencias estratégicas en el independentismo entre ERC y Junts han ido a más desde que hace poco más de año y medio acordaran formar un nuevo gobierno de coalición con Pere Aragonés como president. El paso del tiempo ha convertido esas diferencias en antagónicas y eso está lastrando la acción política del Govern y también abocando al soberanismo catalanista a una deriva cada vez más esperpéntica. Con el Govern actual al borde la ruptura, el cansancio, malestar y desconcierto de la sociedad catalana, en especial de los independentistas, sin duda va a más. A este paso, no hará falta la aplicación de un nuevo artículo 155 de la Constitución ni el reenvío de la violencia policial ni la lamentable intervención, rellenada de todo tipo de amenazas, de Felipe de Borbón –cinco años se cumplieron ayer de aquel despropósito–, para frenar el avance soberanista en la sociedad e instituciones catalanas. La pugna partidista entre las diferentes familias del catalanismo y, en especial, entre los varios sectores –y pugnas personalistas–, que conforman Junts como heredera de la antigua Convergencia, serán suficiente para instalar el desánimo entre sus bases y entre el electorado catalanista. No sé si finalmente Junts abandonará el Govern, pero el daño en la imagen y credibilidad de los partidos que lo conforman avanza cada semana. Sólo un diálogo político honesto desde convicciones democráticas –el mismo que las fuerzas catalanistas llevan más de una década demandando sin éxito al Estado–, puede facilitar acuerdos resolutivos y eficientes que garanticen la continuidad del Govern. Pero a día de hoy no parece fácil que ocurra. Los tiempos políticos de Catalunya hoy son tan convulsos, confusos e inciertos como los que vive Europa en su conjunto. Y como en el resto del Estado y de Europa, los problemas y necesidades de la sociedad catalana parecen estar en otros ámbitos más allá de la lucha democrática por culminar el proceso hacia la República catalana. Con el añadido de que ese camino de inestabilidad y confrontación permanentes en el seno del independentismo catalán es un bucle de intereses partidistas y personales sin salida. Y un jarro de agua para una sociedad catalana que en las elecciones de febrero de 2020 situó el mayor número de escaños independentistas en el Parlament de la historia y aupó al soberanismo a un poder municipal en todo Catalanuya como no había tenido nunca. Con esos mimbres, el espectáculo actual y las posiciones intransigentes de algunos de los dirigentes catalanistas parecen un error cuyas consecuencias pueden ser históricas a corto plazo para el soberanismo. Si no hay un cambio de rumbo que visualice en la sociedad catalana un camino realmente eficaz en todos los ámbitos de la política y de la gestión institucional, será esa misma sociedad catalana desencantada la que cambiará su apuesta electoral a costa de los partidos responsables de su desencanto. Cuando más fuerte está política, social e institucionalmente el catalanismo más cerca puede estar de fracasar y de brindar un triunfo en bandeja a un Estado que está muy lejos de poder lograr, por sí solo y pese a todas las tropelías políticas, policiales y judiciales que ha cometido en Catalunya, esa victoria. Cosas de la mala política.