Esto no es un ejercicio de nostalgia. Ni de melancolía. Aunque es posible que una o la otra te asalten conforme avances por el túnel que nos conecta con nuestro pasado. También puede ocurrir que nos atraviese como un puñado de agujas limpias la alegría feroz e indomable de los veranos infantiles y adultos y de algunas mañanas frías y soleadas de invierno. ¿Eres la misma persona que solías ser? Me imagino lanzándonos la pregunta desde su artículo de The New Yorker a Joshua Rothman, de quien sólo sé que imparte clases de Historia en la universidad de Alabama y usa gafas y corbata cuando trabaja pero se libera de ambas cuando no. Me lo imagino con la sonrisa y la calma de un especialista en salud mental, el cuerpo ligeramente abandonado sobre un sofá y el cargador lleno de balas. En realidad lo hace con calidez y sabiduría vivencial. Si piensas en tu versión de hace años ¿te parece que era anteayer o te ves como un personaje de una película de ficción? Puede que al encontrarte con tu primera vecina insista en cuánto te pareces a tu versión niño de 8 años, la misma risa fácil y el mismo modo encantador de enarcar la cejas, o la misma mirada satánica, también hay quien la cultiva desde entonces. O puede que te lo lancen con sorpresa sincera, con ánimo de agradar, o de otras actividades, las personas con las que compartiste colegio, instituto y unas cuantas primeras veces adolescentes. Y tú sabes que sí pero no, que por dentro has cambiado, por decisión y apuesta personal, por contacto intensivo con los lugares a los que te ha llevado la vida. O quizá pertenezcas al club de los rupturistas, y te has esforzado tanto en separarte de la persona que eras que no entiendes cómo mantienes el mismo nombre. Tendrías que haberte deshecho de él, igual que te apartaste de aquel niño que torturaba animales o de aquella adolescente que metabolizó desprecios y abusos sin saber que había alternativa. O al final eres la misma, el mismo. En versión filtrada y decantada. Como los buenos whiskys.