11 hombres por cada mujer

– La primera imagen de la COP27 de Egipto que me eché a las pupilas no mostraba precisamente una gran diversidad… de género, en este caso. De nuevo, la proporción era de una mujer por cada once hombres. Si ni siquiera se cuidan las formas en cuestiones tan básicas como la igualdad, ¿qué podemos esperar del asunto central que da sentido al encuentro? Más bien poco tirando a nada, como estamos comprobando en la repetición anual de un evento que se parece clónicamente al anterior y que responde a idéntica coreografía: descarnados mensajes apocalípticos por parte de cada mandatario con acceso a micro y, al final del festival, el anuncio de unos compromisos de actuación que son prácticamente los mismos de la edición precedente, con el terrible añadido de que el problema es cada vez más acuciante. Como nos ha documentado con frecuencia nuestro sabio en la materia Julen Rekondo, hay asignaturas que llevan pendientes desde las primeras cumbres.

Ninguna legitimidad

– Tampoco seré tan negativo como para proclamar la absoluta inutilidad de la cita. Doy por hecho que habrá mejoras que hayan partido de algunas de las miles de reuniones de todo tipo que se celebran entre la inauguración y la clausura. Mucho me temo, sin embargo, que, sobre todo en términos prácticos, los grandes mensajes se pierden… cuando no se vuelven directamente en contra. Porque será todo lo demagógico que quieran, pero resulta muy poco creíble que nos adviertan del desastre ambiental en el que estamos inmersos unos tipos que para llegar al lugar de la reunión han lanzado a la castigada atmósfera un congo y pico de CO2. No sé si alguien habrá echado la cuenta, pero estaría por apostar que cualquiera de los integrantes de las delegaciones gubernamentales ha consumido solo en este viaje lo que una familia de cuatro miembros en un año. O más.

Comunicación

– La nada halagüeña conclusión es que a la catástrofe del calentamiento global y sus ya imposibles de negar consecuencias se une la incapacidad de comunicar su magnitud al común de los mortales. Los heraldos políticos de la tragedia resultan muy poco creíbles, entre otras cosas, porque les vemos hacer exactamente lo contrario de lo predican. Claro que el círculo pernicioso se completa cuando los mensajes razonables de los activistas clásicos están siendo sustituidos por consignillas de todo a cien espolvoreadas por personajes mediáticos o, peor, por intervenciones reividincativas folclóricas que, como estamos comprobando, provocan más rechazo que simpatía por la causa.