Así como los naturales de Valencia se vanaglorian de su luz –qué decir de los almerienses y los gaditanos, que tienen unos soles espléndidos– y los cansinos de los madrileños –el otro día llovió en Madrid y se enteró medio orbe– andan todo el rato con su cielo de Madrid a cuestas y su cielo para aquí y su cielo para allá yo creo que en Pamplona tendríamos que apostar por lograr hacer de nuestra nubosidad un atractivo turístico. Un día como ayer, por ejemplo. Te despiertas y está aún de noche. Casi todas las noches suelen ser iguales, con su oscuridad relativa, ya que las farolas suelen alumbrar y algunos coches iluminan con sus faros los contornos de las carreteras y de las casas. No es sencillo saber si está nublado o no, puesto que en las ciudades la mayoría de las veces no puedes observar las estrellas por la contaminación lumínica y la luna lo mismo no te pilla en el trozo de cielo que puedes ver desde tu ventana. El caso es que es de noche y está bien. Entonces, de repente, amanece. Y aquí, a días, cuando amanece oscurece. Es así. El negro total salpicado con luces da paso a un gris negro emborronado húmedo y legañoso, esos cielos que parece que se te quieren caer encima y en el que nubes casi negras pugnan contra otras más negras aún y llevas oficialmente 10 minutos de luz diurna y en realidad en tu interior estás pensando: si esto va a ser así creo que lo más correcto sería llamar al trabajo, decir que estoy enfermo y meterme en la cama. Sí, ese pensamiento que teníamos de críos muchas veces y que de mayores lo tenemos muchas veces más. Con cielos así, tú pones a contemplarlos en San Cristóbal a unos cuantos grupos de turistas japoneses y les das para desayunar un croissant y una caja de antidepresivos y te haces un nombre: el amanecer de Pamplona, el espectáculo más desmoralizante del planeta. Esto a la gente super feliz y ultrapositiva igual le viene bien.