Esta tarde veré la final del Mundial de fútbol, de la misma manera que tengo que reconocer que he visto bastantes partidos. Y eso que el fútbol me satura bastante. Pero en este año estresante y chungo una cita así en noviembre y diciembre me ha sabido bien. Sí, sé perfectamente que es una ignominia que se le concediera a Qatar la sede y sé que quizá una postura personal de no verlo hubiese sido más humana, pero soy periodista deportivo de formación y de vocación, tengo mis debilidades, mis contradicciones y al menos asumo en público que no todo lo que hago, pienso o digo está ungido por la bondad, la solidaridad y el acierto. Ignoro la efectividad de no ver un evento, pero alabo el gusto a quienes así lo hayan hecho, puesto que se trata de algo personal y nada que decir al respecto. Eso sí, alabo el esfuerzo de quienes no lo han visto gustándoles muchísimo o mucho el futbol. O siendo hinchas de alguna selección. Si no te gusta o te gusta pero a ratillos y no sigues a ninguna selección, pues qué quieren que les diga, el mérito es tirando a cero. Yo no he visto nunca un capítulo de Jara y Sedal o una corrida de toros desde el 83 que las veía mi abuelo y no por eso me voy poniendo medallas. No me gusta y ya está. Porque hay mucho postureo en esto de las protestas virtuales, mucho. Y no me refiero en este caso al Mundial, que ya digo que quien no lo haya visto gustándole el fútbol y el evento tiene mi admiración por el esfuerzo que supone. Me refiero en general a casi todo, a la imagen que con un perfil en redes sociales puedes llegar a proyectar, el de una persona prácticamente imbatible desde todos los resquicios éticos habidos y por haber. Por supuesto, desde una columna también se puede pretender querer dar esa imagen, cuando escribir, así en general, es gratis, puesto que no te involucra. El papel lo aguanta casi todo. Las redes sociales aún más.