Mi madre vivió sola desde que murió mi padre hasta los noventa y dos años, cuando un día se cayó y se fracturó dos costillas.

Ocho años que para ella fueron felices porque por primera vez en su vida no tenía que ocuparse de nadie más que de ella misma.

Disfrutaba de sus rutinas cotidianas como si fueran sagradas: el periódico, las comidas, los partidos de pelota en la tele, la radio, la política...y las visitas. Le encantaba recibir gente, sobre todo a la hora del almuerzo. Sacaba jamón, queso y vino y después, si le acompañaban, encendía un cigarro tras otro. Sólo fumaba en esos momentos, cuando ella quería, cuando había conversación interesante, porque nunca hablaba de tonterías.

No salía de casa, excepto para ir a comer al restaurante o a pasar la tarde en Galarreta. Y también el día antes de Todos los Santos, que llevábamos unos ramos de rosas al cementerio. Visitaba la tumba repleta sin penas ni lamentos, nunca se quejaba de su suerte. ¡Cómo podía haber enterrado a 4 hijos y a todas sus hermanas y estar como si nada! Yo no lo entendía, pensaba que era una inconsciente o una iluminada. Pero ni una cosa ni la otra. Con el tiempo descubrí que tenía una capacidad asombrosa de vivir en el presente y la fuerza de aceptar todo lo que la vida quiso darle con una entereza impresionante. Era dura y sensible al mismo tiempo.

El verano que se fracturó las costillas tenía mucho dolor y pensaba que no iba a remontar, pero lo hizo. En septiembre vino a vivir a Urdiain con nosotros. Estaba encantada, le preparamos una habitación grande, con baño, un pequeño salón y una terraza con flores, pájaros y montañas.

Tomaba el sol y respiraba el aire que bajaba de la sierra. Decía que era como estar en un sanatorio, que nunca había vivido tan bien, “sin hacer nada y todo al morro”. Los nietos le alegraban mucho y continuó con sus hábitos de lectura, partidos de pelota y visitas hasta el final de sus días. Si hacía buen tiempo, por las tardes se juntaba con las vecinas en la puerta de casa.

Su autonomía era muy importante para ella. Todo lo que podía lo hacía sola. Al principio se empeñaba en fregar los platos después de comer porque no quería ser un estorbo ni una carga para mí, pero fue perdiendo estabilidad y tenía mucho miedo a caerse, así que poco a poco pasaba más horas sentada, leyendo o escribiendo y revisando estas memorias con su nieto Juan y conmigo.

Los meses de julio y agosto volvía a su casa de Alsasua con mi hermana. Se sorprendía de que le cuidáramos tan bien, no se lo esperaba. “Pensaba que no teníais tanto fundamento”, decía.

A pesar del cansancio y de algunas discusiones, para mí fue un regalo vivir con ella sus últimos años. Era una abuela entrañable, estaba más tranquila y amable que nunca, así que fue bastante fácil, nos entendíamos bien y estábamos muy unidas. Además, supuso un apoyo económico y emocional muy grande.

El tercer otoño volvió más decaída; se había roto una cadera, tenía dolor y caminaba con dificultad. Por lo demás, estaba bastante bien.

Pero su movilidad disminuía. Se cayó varias veces y ya veíamos que pronto íbamos a necesitar ayuda. Había cumplido noventa y cuatro años el 15 de julio.

Este año, el 1 de noviembre ya no vino al cementerio, y al volver me preguntó:

-¿Cuántos estamos en la tumba?

-Tú todavía no estás allí, le dije. Están catorce.

Entendí, en ese instante, que ya lo había decidido. Había llegado su hora.

Durante todo el mes de noviembre no me separé de ella. Mi hermana y mi sobrino venían todo lo que podían también. Por las mañanas siguió como siempre, leyendo el periódico, limpiando verduras y escuchando la radio, pero después de la siesta se desorientaba. Preguntaba por sus abuelos, por sus hijos, se iba acercando a sus muertos mientras se alejaba de nosotras. Era como si pasara las tardes con ellos, en otro mundo, como si éste ya no le interesara. La última visita que hizo a Galarreta, al darse cuenta de que sólo quedaba ella de su generación, se entristeció y pasó la tarde pensativa y ausente. Su corazón estaba delicado.

Recordando su infancia, me explicó que cuando alguien moría en su familia le ponían 4 velas, una en cada esquina de la cama. Yo le pregunté si quería que le hiciéramos lo mismo. Me contestó que sí.

No hablábamos mucho del tema, pero nos estábamos preparando.

Un domingo soleado, al mediodía, apartó el plato de alubias, su comida favorita, y mirándome a los ojos muy tranquila, me dijo con una sonrisa:

-Hoy me muero.

Yo me quedé helada, en silencio.

Ella, riéndose:

-¡Qué susto te he dado, eh!

-¡Pero cómo me puedes decir algo tan fuerte de esa manera, como si no te importara nada!

-Porque así es.

-¿Como una manzana cuando se cae de un árbol?

-Si, así mismo, contestó.

-¿Sabes que hoy es 30 de noviembre y es el décimo aniversario de la muerte del aita?

Sonrió.

No sé si era consciente o no, pero fue bonito.

A veces le pedía a mi padre que viniera a buscarla, aunque no lo hablé nunca con ella.

Ese día no se murió, vivió una semana más.

Dejó de comer, algo extraordinario en ella, y empezó a hacer ruido al respirar.

Pasé toda la noche sentada junto a su cama porque sabía que era cierto, que se iba a morir.

Durante el día dormitaba mucho y hablaba poco. Mi hermana y mi sobrino, además de mi pareja, mis hijos y el gato, estábamos con ella.

La noche siguiente el ruido de su respiración era más intenso, y aunque no parecía que tenía sufrimiento, no pude aguantar y llamé al médico llorando.

Vinieron enseguida.

Después de muchas pruebas, la doctora, que era nueva y muy amable, nos dijo que no le encontraba nada y que no estaba para morir.

Mi madre le contestó que sí, que se estaba muriendo.

Ella le dijo que no se podía morir sólo porque quisiera y que tenía que venir Dios a llevársela.

-Ese no viene mucho por aquí, le respondió.

Nos reímos, le colocaron oxígeno para que respirara mejor por las noches y se fueron.

Pero mi madre seguía con su plan, así que avisamos a la familia y a los amigos más cercanos. Con las visitas estaba muy lúcida y animada, pero a las tardes y a las noches estaba cada vez peor, se desorientaba mucho. En algunos momentos se enfadaba, en otros era muy surrealista y graciosa.

A los dos días, volvió la doctora y esta vez le encontró grave; su corazón estaba fallando.

-No creo que pase de este fin de semana, nos dijo, muy impresionada.

Hacía más de un año que mi madre nos comentó que quería morir en casa, sin intervenciones. Su médica de cabecera vino a hablar con ella y redactó un informe para que se respetara su decisión dentro de lo posible. Así lo hicieron, estamos muy agradecidas por el trato humano y respetuoso que le dieron.

Tan sólo habían pasado cuatro días desde que anunció su muerte y ya estaba llegando al final, sin dolor ni sufrimiento, contenta de dejar este mundo así de fácil.

La mañana del jueves estuvimos pelando un cardo juntas por última vez. Siempre la recuerdo rodeada de verduras y cazuelas hirviendo, era una gran cocinera, y la menestra, su especialidad.

Hicimos un campamento en su habitación. Mi sobrino se quedó a dormir y mi hermana y yo no salíamos de allí; mis hijos y mi pareja también estuvieron muchos ratos con ella y el gato se le subía encima. Parecía una fiesta.

Pasábamos todo el tiempo cogidas de la mano. Hubo un momento que empecé a llorar y apartó su mano bruscamente. No quería tristezas ni lloros.

Una tarde que estaba nevando me invitó a tumbarme junto a ella en la cama. Veíamos caer los copos sobre el paisaje, en silencio.

De repente me miró y me dijo:

-Pásatelo bien.

-Tú también, le contesté.

-Gracias.

Fue nuestra última conversación.

Apenas hablaba, sólo le escuché dos frases más: “antes muchos se morían de viejos” y “escribe en las alas”. La primera me hizo gracia, pero la segunda me tocó el alma.

Fueron sus últimas palabras.

Le puse las manos en su vientre y sentía una corriente de fuerza inmensa entre su cuerpo y el mío, una transfusión de poder, como si me estuviera dando otra vez la vida, mientras moría.

En solo una semana vivimos emociones muy intensas, extremas, su muerte estaba tan cerca y tan lejos a la vez. El tiempo se contraía, se dilataba, era un tiempo lento pero implacable.

La noche del domingo entró ya en agonía, estaba ardiendo, sus jadeos eran cada vez más intensos, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo, era difícil soportarlos y salí de la habitación.

Le escuchaba desde la mía, muy atenta, pensaba en un cohete calentando los motores a punto de despegar hacia el Universo. De repente paró, fui corriendo y respiraba suavemente. Su lengua y su útero estaban duros como la piedra, su cuerpo se enfriaba muy deprisa. Sentí como su cálida humanidad se transformaba en una rígida estatua. Hasta que llegó el silencio, el gran silencio.

Era la madrugada del 8 de diciembre.

Hacia las 6, encendimos las 4 velas y estuvimos junto a ella mi hermana, Juan y yo, hasta las 8 que se levantó Ion y despertamos a nuestros hijos; quería que se despidieran de ella antes de llamar al médico. No lloraron, no fue nada traumático para ellos.

El gato entró en la habitación pero no se acercó, se quedó inmóvil en el extremo más alejado de la cama.

A partir de ahí, mi hermana se encargó de todo.

Cuando llegó el médico y nos encontró a todos con ella, se sorprendió de que hubiéramos podido vivir una experiencia así en los peores tiempos del covid.

Después aparecieron los del tanatorio. No quise ver cuando se la llevaban pero les escuchaba desde mi habitación. Sentía un dolor inmenso, un desgarro brutal.

Yo creía que al haber vivido una muerte deseada, tan natural, no iba a pasarlo mal, pero no fue así. La primera semana me despertaba en la madrugada y me iba a su cama, sentía su calor y su presencia y eso me calmaba. Pero después llegó el frío y la tristeza me bloqueó durante mucho mucho tiempo, demasiado. Sentía su ausencia como una herida profunda, cada recuerdo como una puñalada.

Me ha costado dos años sentarme a escribir este epílogo, pero era algo que le debía, su último mandato: escribe en las alas.

Epílogo para el libro de Memorias de Beatriz Salinas Mtz. De Ordonana.