Nuestra utopía futurista en los años noventa fue Sarriguren, la multipremiada primera ciudad ecológica del país que se inició a partir de 2008. Con un 98% de vivienda protegida que gracias al uso de placas solares consumían un 60% menos de energía que el resto de inmuebles, y en torno a 6000.000 metros cuadrados de zonas verdes, hoy supera los 15.000 habitantes. Han pasado quince años y el modo de entender el crecimiento urbano desde el punto de vista de la sostenibilidad ha cambiado. Si a baja densidad acarrea costes de mantenimiento, mayor gasto energético al igual que la concentración de vivienda de alquiler social ha hecho repensar este modelo de desarrollo disperso de barrios satélites a la ciudad central que fuerzan la movilidad en vehículo. La ciudad compacta con toda su complejidad y más cohesionada socialmente -con perspectiva de envejecimiento o de género- ha recuperado protagonismo. Una ciudad pensada en la calidad de vida de las personas y con un urbanismo que mira a su vecindario a la hora de tomar decisiones (así lo demuestran los planes de participación que ya preceden a cualquier actuación urbanística). La anterior crisis no enseñó a no crear grandes urbes (algunos fallidos como fue Guenduláin y otros como Erripagaña carentes de muchos servicios) saltando en el territorio sino a saber cerrar la ciudad y rehabilitarla. Y a no tener miedo a asentamientos urbanos compactos siempre que cuenten con los servicios adecuados. Hoy, el reciclaje de la ciudad preexistente es el gran desafío prioritario al que se enfrentan la mayoría de ciudades. El progreso no pasa por robotizar y llenar de drones ciudades más tecnificadas. El reto de la ciudad sostenible es fomentar la diversidad socioeconómica de la población, ser eficientes energéticamente y mejorar la movilidad y los espacios verdes y de encuentro social. Crear ciudades más saludables. El futuro son barrios ‘tuneados’ como los que estamos viendo en Orvina, Lezkairu o cascos históricos de muchos barrios de ciudades donde los edificios se renuevan para no contaminar, ahorrar energía mientras sus habitantes -especialmente jóvenes y mayores- tienen la oportunidad de no salir de su entorno. Políticas de urbanismo y vivienda que se acompañan de otras sobre equilibrio territorial, para frenar la despoblación rural apuestas por el alquiler protegido para convertir el acceso a la vivienda en un derecho no una mercancía.
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