Martes de carnaval. Recuerdo como si fuera ayer mis primera inmersión hace tres décadas en el carnaval rural como periodista aprendiz de tradiciones y festejos. Pocos me han impactado tanto como el de Altsasu, lo más parecido a participar en un akelarre diabólico en el que te mueves entre la atracción y el miedo.

Aquellos fieros personajes, los momotxorroak, cruce de humano y bovino, embadurnados de sangre, con cuernos de toro, piel de oveja latxa, sarde y cencerros asustaban a una joven plumilla. Y una se sugestionaba de verdad y creía que además de mitología popular esas bestias, ese macho cabrío, esas sorginak se convertían en una metamorfosis real de la naturaleza y de los cuerpos en su despertar a la primavera.

Porque conectaban con esa parte salvaje y animal que todas y todos tenemos. Con lo pecaminoso, perverso y demoniaco. Lo oculto entre tanta represión... placeres sexuales y otros desenfrenos. Y, en contraste las maskaritas totalmente cubiertas de una especie de burka, seguramente la única manera de que las mujeres participaran antiguamente en la fiesta... La captura y quema de Miel Otxin, el chivo expiatorio de todos los males, también hizo justicia a su manera en Lantz, en Arizkun el hartzazaina volvió a luchar contra el ‘hartza’ (el oso que deja su guarida) representando la eterna batalla entre el bien y el mal, luz frente a oscuridad; y Putin anunciaba que suspendía el tratado de desarme nuclear con Estados Unidos. Fuego cruzado y real como si de una gran hoguera de carnaval se tratase.