Hubo etapas y hubo ciudades en las que, con diversos grupos de amigos, nos sentimos inquilinas y a ratos hasta propietarias del acuario que era la noche. A quienes salían y se sumergían poco se les notaba mucho. Por ejemplo a esos grupos de amigas que quedan de vez en cuando y dan la sensación de haberse arreglado demasiado para la ocasión. Porque para ellas lo es.

Acabamos de volver de ser ese grupo de amigas, nuestro viernes ha durado cuatro días y nos lo hemos llevado a Oporto. Y para la ocasión lo hemos arreglado todo, hemos dejado a hijos, hijas, parejas, casas y trabajos bastante organizados y hemos salido corriendo hacia nuestros aeropuertos para embarcar antes de que nada pudiera impedírnoslo. Oporto nos esperaba radiante. La luz se refleja en el agua del Duero entre los barcos anclados y cargados de barriles oscuros mientras navegamos bajo sus seis puentes. Iglesias recubiertas de azulejos blancos con filigranas azules que imitan la porcelana china y delicada traída de Macao cuando era colonia portuguesa. El muslo de pollo que el rey Joao VI llevaba siempre en el bolsillo del pantalón para calmar sus ataques de ansiedad. Las vidrieras que cuentan el viaje del café desde Centroamérica hasta la taza de una pareja exquisita en una cafetería art decó que hoy vende Big Macs. El camarero inmortal de Casa Guedes que salta entre coches 148 veces al día trayendo francesinhas, bacalhau à brás y botellas de vinho verde. Subir y bajar cuestas adoquinadas, cruzar el puente Luis I, buscar la puesta de sol sobre el Duero desde montículos verdes con aspersores traicioneros, encaramadas a una fortaleza, con una cerveza sobre la hierba del Passeio das Virtudes. Ver y tocar doscientas sardinas de cerámica, de tela, de latón. No poder ni asomarnos a la librería que J. K. Rowling niega que le inspirara para los escenarios literarios de Harry Potter. Y reírnos. Mucho. Todo el día. Repitiendo los mismos chistes en nuestro portugués inventado como si no nos entendiera nadie. Sardinhas mías, con vosotras a cualquier acuario.