Cuando estaba en EGB los listos sacaban sobresalientes y eran hábiles con el cubo de Rubik, pero en clase casi nadie sabía inglés. Había algunos musiqueros, un oasis cultureta, que lograban entender With or without you; había afortunados que, por un impulso familiar cosmopolita, y porque se lo podían permitir, lo aprendían en una academia. El resto, no nos engañemos, lololó, guachiguachi, guayominí, chu points.

Así que, dejando a un lado el idioma materno, éramos bilingües como se estila a esa edad: fuera de casa nos expresábamos en la jerga sucia y mutante de la chavalería, y con los padres en cambio usábamos palabras blancas, neutras. Inglés aprobábamos, o no, pero pronto nos percatamos de que saber, lo que se dice saber, es otra cosa. Si Juan Ramón Jiménez, en su destierro estadounidense, argüía que no hablaba inglés para no estropear su español, mi generación, educada entre el Príncipe Gitano y Los Manolos, se acomodaba a la réplica de Pedro Salinas: mejor no hablar inglés para no estropear el inglés.

Y, aunque todavía no existían el B1 ni el C2, también entonces el currículum escolar se adornaba de metas utópicas. Por eso apenas se cumplían. Cincuentones, al frente: ¿quién de ustedes terminó la Enseñanza Obligatoria siendo capaz de comunicarse bien con un australiano en julio? ¿Cuántos nos sentíamos mudos, escuchimizados, en cualquier tren europeo? Recuerdo a aquella pacientísima polaca en una discoteca londinense, a la que tras mil what??? tomé por policía – “polish”-. Ahora prometen que la muchachada crecerá con un B2 de algo y un B1 de otro algo. Seguro, ziur, for sure. l