“Al filo de la medianoche, procedente de Madrid (“Madrid se quema, se quema Madrid”, cantaba la multitud), hizo su entrada triunfal en la Plaza del Castillo el autobús con el flamante y merecido nuevo campeón de la Copa del Rey de Narrativa, Patxi Irurzun. No cabía un alfiler en el cuarto de estar de Pamplona, donde desde primeras horas de la tarde los lectores del escritor txantreano se habían agolpado para seguir en directo la votación del premio, en la que Irurzun competía con su novela La mentira es la que manda contra Arturo Pérez-Reverte y su testicular Mis cojones 33, una recopilación de artículos publicados en prensa. No parecía sencilla la empresa, ni eran aparentemente muchas las opciones frente a un autor con los laureles esculpidos en la frente, pero finalmente al jurado no le quedó otra opción que rendirse al ingenio desbordante y al estado de gracia del navarro, y cuando, pasadas las seis de la tarde, el presidente de la Academia anunció el veredicto, la plaza estallaba en un txupinazo sietemesino, adelantado dos meses, pero festejado por los pamploneses con la misma pasión y vitalidad que el de julio. No era para menos. Hacía ya más de veinte años que ningún autor navarro disputaba el preciado galardón, a pesar de lo cual los aficionados se encargaron de recordar durante la espera al campeón a sus predecesores, coreando canciones como “No podrán parar a Miguel Sánchez-Ostiz” o enfundados en camisetas con los nombres de María Luisa Elío o Ramón Irigoyen”.

¿Se imaginan una noticia así? Parece más propia de algunas gestas deportivas como las que hemos vivido recientemente. Sin embargo, hace algunas décadas no resultaba tan descabellado leer en la prensa notas que daban cuenta de multitudinarios recibimientos a orfeones como el pamplonés, el donostiarra o el bilbaíno, tras vencer certámenes corales, o que, tras perderlos, nos informaban de tumultuosas y apasionadas protestas, tal y como recordaba hace unas semanas en Euskalerria Irratia el historiador Mikel Berraondo.  

Por ejemplo −contaba Berraondo−, en 1902 el Orfeón Pamplonés ganaba en San Sebastián un certamen en el que se medía con donostiarras, bordeleses y bilbaínos, los últimos de los cuales no aceptaron de buen grado la derrota y la emprendieron a boinazos −literalmente− contra el jurado, además de exigir una revancha en los meses siguientes, que fue alentada con encendidas líneas en periódicos como El Eco de Navarra o El Pensamiento Navarro (“¿Pensamiento y navarro? Imposible”, se le atribuye a Pío Baroja la maliciosa frase). La rivalidad entre navarros y vizcaínos, parece venir, pues, de largo. 

En 1904, en Burdeos, tendría lugar un nuevo enfrentamiento entre los dos orfeones, en el que participaría también en esta ocasión el prestigioso orfeón de Lille, a la postre ganador del concurso, el cual acabaría como el rosario de la aurora, con el Orfeón Pamplonés −a la cabeza del cual estaba Don Remigio Múgica, una especie de Jagoba Arrasate musical de la época− retirándose entre acusaciones de tongo, a pesar de lo cual el recibimiento en Iruña fue en olor de multitudes, tal y como recordaba Berraondo y atestiguó la prensa de la época con una florida prosa en la que se describía la llegada a la ciudad en omnibuses de los agraviados orfeonistas, la presencia de gaiteros o el entusiasmo y al tiempo la indignación de los pamploneses, que dedicaron a los héroes vítores o protestaron airadamente con gritos como “¡Abajo el jurado!”, “¡Abajo los farsantes de Burdeos! o incluso “¡Abajo el vino de Burdeos!”. 

Eran otros tiempos. Tan diferentes y, en el fondo, tan parecidos a los nuestros. 

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